El 23-F en El Correo, aquel año del 81

Ese día había perdido el autobús. No tenía dinero para gasolina y había dejado mi viejo seat 124 de color mostaza en una zona de aparcamiento en la esquina de mi casa. Caminé un largo trecho desde el Polígono San Pablo hasta el periódico, sorteando charcos y encarando de la mejor manera latigazos de frío y humedad. Yo tenía 24 años y estaba en la sección de deportes. Llegué a eso de las tres y pico de la tarde, la redacción aún no había comenzado a hervir. La radio sonaba alto, porque había una votación en el Congreso, cuando de repente escuchamos un sonido raro, interferencias, chispazos, tiros. Requenita, el jefe de nacional, salió escopetado hacia el despacho del director, Guzmán, el de sucesos, encendió un cigarrillo, dio una calada profunda y soltó, como Humphrey Bogart, volutas de humo en círculos. Al poco, el genial Sentrañita le dijo a José María Gómez: “Creo que la abuela fuma, porque veo humo en el despacho del director”. Gómez le sonrió: “Aquí el único que echa humo eres tú, pero es cierto que está pasando algo fuerte, en el Congreso. Antonio, pon más fuerte la radio”.

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Antoñito Chacón, el ordenanza, andaba enfrascado en una cuestión vital: ponerle chorizo o choppe a su enorme bocadillo de tortilla. Antoñito estaba atrapado en su mayor prioridad, la merienda, y la radio pasaba a un segundo orden. Yo me ofrecí a subir el tono del receptor. En ese momento, el locutor de la SER, Antonio Manuel Rico, hablaba de gente armada, guardia civiles, que todos los diputados estaban en el suelo y en el estrado del presidente de la Cámara, Laudelino Lavilla, un guardia civil con bigote, era el que daba las órdenes y ordenaba con voz de cabrero: “Se sienten, coño!” Más disparos.

 

Antoñito dejó de comer, Requenita ni abrió el tetrabrik con el zumo de frutas, iba y venía del despacho del director a la gran mesa donde siempre vivían kilos de papel de teletipo, lo mismo que Juan Holgado Mejías, el subdirector. Pepe Alvarez, Marta, Ramón G. Carrión (el director), Juan Holgado, Lorca, Guzmán, Paquiño Correal, Somoza, Bonilla, Manolito Rodríguez, Paco Rosell, el cura Petit, Miguel Ángel León, Ricardito Carmona, todos en la redacción andábamos cuanto menos convulsos y con un montón de interrogantes martilleándonos las seseras. ¿Qué pasará ahora? ¿Qué nos pasará ahora? Todos nos cruzábamos preguntas sin respuestas, con el corazón a mil y el estómago a dos mil. Subiendo y bajando. Las paredes rezumaban roña de incertidumbre. Nerviosismo en todos.  Menos en Igarfe.

 

Ignacio García Ferreira, tenía casi sesenta y cinco años, gallego, periodista de la vieja guardia. De la vieja guardia para todo. Hacía las crónicas de deportes para la Hoja del Lunes, a la usanza antigua. Fulano, le pasa la pelota a zutano, levanta la cabeza y dispara a Perengano. Gol. En el segundo tiempo, Mengano dispara al palo. Sin un gramo de emoción, nada de aceite ni sal ni picante. Sin concesiones. Ignacio podía retransmitir con la misma emoción un partido Sevilla-Betis o un desfile de la Hermandad de los Servitas.

 

Igarfe no escribía de Deportes en El Correo, sino que se encargaba de la sección de Provincia, trabajo que hacía con pulcritud y profesionalidad. Nada de extravagancias, nada de sobresaltos. Alcalá de Guadaira es Alcalá de Guadaira, ahora y siempre. Igarfe era un tipo muy reservado, hacía comentarios escuetos e intrascendentes, sus opiniones, como levísimas encíclicas, las lanzaba al aire, como un voleón, y no se preocupaba quien recogiera la pelota o su sentencia. Solía decir: “Vaya con los demócratas”. Pero aquel día recuerdo que no dijo nada. No le vi especialmente excitado, tampoco contento. Le vi como siempre. Ni frío ni calor. Como siempre. El viejo periodista llegaba a las tres y a las nueve se marchaba, cayeran chuzos de canto, se rompiera el Congreso en dos, o lo que fuera. La hora es la hora. Y aquel día de tantas convulsiones llegó las nueve e Igarfe se puso su chaqueta, luego el abrigo, cerró su cartera y se marchó a casita. El Congreso y el golpe de Estado no podían detener su sagrada rutina.

 

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Yo me ofrecí como unas doscientas veces al director y a Juan Holgado, y ellos lo agradecieron, pero no pude salir de la rutina de los entrenamientos. Como si a la gente le importara en esos momentos el tirón muscular de Paco Buyo o las medias caídas de Gordillo. Cuando terminé mi trabajo, le eché un cable a la gente de Nacional, envuelta y casi ahogada de papeles de teletipo y noticias crujidas de contradicciones. Todos preguntaban por el Rey. Otros hablaban de la TVE, que los insurgentes habían tomado la Tele. O Radio Nacional, que también lo habían tomado. Se escuchaban voces que hablaban de un tal Milans del Bosch. ¿Y Valencia? Quillo, los tanques están saliendo en Valencia, dijo el Tribu, yo aprovecho la hora para un café, ¿Me invitas, sentrañi?

 

La Capitanía General de Sevilla estaba cerrada a cal y canto. Las calles parecían de un día normal. Pero la noche abrigó a las calles de Sevilla con un silencio miedoso que se pegaba al cuerpo y casi no te dejaba respirar.

 

Del periódico no se iba nadie, sólo Igarfe. Absorbíamos las noticias y mirábamos de reojo a la puerta. ¿Y si vienen los militares aquí? Tranquilo, aquí no va a venir nadie, dijo Juan Holgado con una voz que intentaba convencer al propio Juan Holgado de la realidad de lo irreal.

 

La noche se hizo eterna o así nos lo pareció. Comimos bocadillos y tomamos alguna que otra cerveza. A mí de siempre este tipo de sustos viscontianos me han dado hambre. La digestión nos vino con un río de noticias tranquilizantes: los tanques de Brunete vuelven a su cuartel de la carretera de Colmenar, el Rey va a hablar de un momento a otro, dicen que en el Congreso han apartado a Santiago Carrillo y a Felipe, nada se sabe de Fraga. Antoñito sacó su pequeña cabeza del cuarto de teletipos. Sonrió a Juanma. Llevaba un bocadillo de guardia en el bolsillo del abrigo. En el Palace dicen que hay una especie de oficina para todo. Dicen que el lujoso hotel se ha convertido en un cuarto de operaciones. José María García, el Butano de la SER, da muestras de su pellejo de periodista, siento llamaradas de envidia y admiración. Iñaki Gabilondo lo borda. Habla el Rey. Me entero que El País saca una edición especial. Nosotros también pero en modesto. Las cuatro de la mañana y el Tribu se ofreció llevarme a casa en su viejo milquinientos. Pongo la tele en casa. Olía a liberación. Duermo en el sofá, me despierto a las ocho.

 

Hace un sol carrasposo y frío. Hablan de libertad. No llueve.

Buenos días, Democracia.


@Butacondelgarci

Clara Elena Martínez

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