¿Te has tomado las galletas? Alberto contestó con un sonido gutural que sólo su madre descifraba, cerró la puerta con energía y bajó las escaleras de tres en tres. Porque él siempre se tomó la vida como una carrera de coches. Sus juegos consistían en la victoria para el que llegaba primero a cualquier cosa, la derrota teñida de brea para el segundo. Él siempre quería llegar primero a todo.
Pero esa templada mañana de enero, Alberto dejó los libros en casa de su amigo Jaime y ambos salieron disparados calleja arriba, por donde los adoquines se agarran a los pies como garrapatas. Iban a la manifestación, a gritar contra los que quieren poner alambradas en el horizonte; y los dos amigos se sentían hombres, hombres con pecho de acero y pies de guepardo, tan ligeros como los de aquellos mohicanos de la película.
Al llegar saludó a varios rostros conocidos y se alegró de estar allí, acodado entre miradas crispadas y pechos que a duras penas aguantaban los latidos fuertes de sus corazones huracanados. Era el día más extraño de su vida pero también el más importante, más incluso que el día de su primer beso a una chica, Laura, que por cierto también estaba allí, pegada como una lapa sobre el hombro de Sergio, el líder del grupo.
De repente, la mañana se abrió de par en par, rompieron las nubes y dejó que el sol disparara sus rayos. Pero no calentaban, resbalaban sobre las hirsutas cabezas, buscadoras de emociones nuevas, como pepitas de oro sobre el dorado arroyo de la juventud. Alguien gritó una bandera llamada Libertad y todos vociferaron Libertad como lo hubiera hecho una manada de jóvenes lobos.
Tras los primeros gritos, las piernas ordenaron correr y Alberto, que siempre quiso ser el primero, ahora quedó segundo, tal vez cuarto; sus extremidades sólo querían obedecer a ese cuerpo extraño e invisible llamado curiosidad, esa intrépida y traidora mirada que quería ver de quienes huían, cómo eran los ojos adversarios, sus manos, sus no razones, tal vez su indiferencia mercenaria, el odio no escrito.
Alberto tropezó contra una red de carne y huesos y su cabeza de vértigo y truenos cayó como un fardo cubierto de pesadas ignorancias sobre una almohada de asfalto y cables. Algo crujió en sus entrañas cuando vino la noche. Luego sobrevinieron los malditos sueños de jinetes sin rostro, espadas lejanas, gritos y voces que nadie escucha, sólo él y su silencio.
Y el silencio se puso bata blanca y odiosa sonrisa compasiva en la habitación de un complejo hospitalario de Toledo. Los días y las noches se confunden con preguntas de alambres y respuestas de cristal. Después llega mamá y Alberto aprieta los labios para que el corazón no se le escape.
¿Te has tomado las galletas?
Foto: Carmen Vela
Laura Bellver / @360gradospress