Estudió Medicina en Reus y en Padua (Italia) y voló hasta Nepal para realizar las prácticas universitarias. También fue misionero en Bolivia. Ahora, el valenciano Abraham Alba vive en la periferia de Manaos (Brasil). Allí ejerce como médico de familia, donde la malaria llega por la picadura de un mosquito, donde trabaja con un escasísimo material sanitario o donde el dengue es una amenaza. Aprovechando que el doctor está unos días en Valencia hablamos con él de su rutina diaria; aunque ésta no llega a serlo, porque no hay manera de prever el día siguiente junto al río más caudaloso del mundo.
En el corazón de la selva amazónica, donde las aguas de los ríos Negro y Solimoes se encuentran, levantaron hace tres años una estructura con unos 100 metros cuadrados. Allí pasa consulta el doctor Abraham Alba García. Este valenciano de 28 años llegó a Manaos hace doce meses con el programa “Mais Medicos para do Brasil” empujado por las ganas de “conocer otras situaciones, lidiar con patologías distintas y, sobre todo, para tratar de ayudar a los demás”.
Sus pacientes viven en las afueras de la capital del Amazonas y son moradores de “palafitas”, pequeñas casas de madera parecidas a las favelas. Haciendo cálculos, Abraham Alba explica que es el médico de 3.500 personas aproximadamente, que forman 300 familias. “Sólo hay dos doctores españoles en todo el Amazonas: una sevillana y yo. Estamos a casi tres horas de distancia el uno del otro”, cuenta.
Él mismo revela que “el índice de médicos en Brasil es de 1,3 doctores por cada 100 habitantes de media, mientras que en España es de 4 médicos por 100 habitantes”. Con estas cifras no es difícil creerle cuando insiste en que “hay mucho por hacer”. Ocurre que además de buenas intenciones y ganas de arremangarse la bata blanca, también es indispensable material sanitario, del que no siempre dispone.
“Hay gente que no ha visto un médico nunca”
Según describe el doctor, la Unidad Básica en la que trabaja -una especie de centro de salud- es diminuta. Pero el problema ya no es la dimensión de la unidad, “lo grave es que hay que estar pendiente de que los medicamentos lleguen cada mes, luchando para disponer de determinados instrumentos. ¡Hasta el papel de la hamaca falta! Hay unidades que carecen de una cosa tan básica como el papel o el otoscopio para ver los oídos o balanzas de peso
Si hay que operar, no tenemos material. Nosotros tenemos licencia, digamos, para hacer pequeñas intervenciones: una sutura en una barbilla de un niño que se ha caído, por ejemplo. Yo he tenido que desbridar úlceras con una cuchilla que ni cortaba. Los instrumentos a veces dudo de que pasen cierto control de calidad”, lamenta el doctor. Y vuelve a recalcar: “Hay un trabajo muy grande que hay que llevar a cabo”.
Para ello, para tratar de que en esa parte del mundo la salud vaya anotando tantos en detrimento de la enfermedad, Abraham Alba no está solo. El equipo se compone de dos dentistas, técnicos dentales, una enfermera, dos auxiliares y siete agentes comunitarios. Destaca la labor de estos últimos, quienes se dedican a recorrer la zona selvática para controlar que los pacientes siguen los tratamientos o para dar la voz de alarma ante una emergencia. El médico describe a estas personas que trabajan en la promoción de la salud como sus “brazos y ojos más directos en la calle”.
Este trabajo es clave, pues según se desprende de sus palabras, estar enfermo en el Amazonas no siempre implica visitar al doctor. “Hay casos de gente que no ha visto un médico nunca. En la zona periférica donde estoy no es lo más común, pero aún así atiendo a personas cuyos padres son del interior, que viven a dos días en barco y llegan a Manaos y quieren hacerse un chequeo: saber cómo está la sangre, la orina y las heces”, dice este doctor. Los casos que se le vienen a la cabeza se suceden: “Un padre de familia que tiene párkinson y que pasa seis años sin tener seguimiento por parte del especialista; una mujer diabética descompensada con una úlcera en el pie, a la que empecé a hacerle raspado para quitarle tejido muerto y la derivé al cirujano pensando que en dos semanas estaría resuelto. La mujer tardó casi tres meses en ser atendida. Ese tiempo podría haberla matado.”
“Tú eres extranjero para ellos”
A la mente española le cuesta imaginar que hay personas que viven a 36 horas en río de un médico. Abraham Alba explica que existe un servicio fluvial. Algunos de sus compañeros de proyecto, acompañados de un dentista, se desplazan en barca para dar atención a los ribereños, quienes, por cierto, no siempre se dejan ayudar.
La figura del doctor europeo en la selva está rodeada de cierta autoridad para algunos y de desconfianza para otros. “Te encuentras de todo, tú eres extranjero para ellos. Hay quien viene buscando a alguien que les ayude a vivir en aquel entorno y otras muchas personas desconfían de quien es diferente y llega a su tierra”, explica. “Allí salgo a la calle o estoy en el mercadillo y me conocen. Me cuentan doctor tengo esto o aquello”, explica.
Además, es importante no perder de vista que la cultura brasileña “es bastante multiétnica y recoge muchos rituales indígenas que realizan los chamanes”.
En todo caso, la función de Abraham Alba en la periferia tropical va más allá de la sanidad, pues también es promotor de la educación y la alfabetización. “Trato con adolescentes de 14 años que no saben leer y con pequeños de dos años que no articulan palabra por falta de estímulo”.
Para este facultativo, el conocimiento puede prevenir la enfermedad. “Muchísimos niños vienen con picaduras que se producen por no llevar zapatos. Me encuentro con picaduras agravadas por falta de higiene y rascado excesivo que derivan en heridas infectadas”. “Estamos en una zona rodeada de selva; el mosquito tiene que existir”, razona. Ahora bien, “lo importante es saber cómo protegerse de él”. Por muchas matemáticas que haga, este médico no alcanza a sumar cuántas picaduras ha recibido su cuerpo durante el año que lleva en el corazón del Amazonas. Sin embargo, nunca ha sido infectado de malaria. “Eso va con la suerte”, matiza Alba, vacunado de la fiebre amarilla.
Cuando llegó a Manaos reconoce que sintió tristeza. Ahora, a unos cuantos días de volver a la selva de Brasil, asegura que esa desolación se ha tornado en esperanza.