Por David Barreiro, escritor y periodista
En una secuencia de A single man, estimable debut en la dirección cinematográfica del diseñador Tom Ford, un hombre lee a la luz velada de la tarde que entra por la ventana la Metamorfosis de Kafka mientras, frente a él, su pareja trata de sobrellevar la malea junto a Holly con la lectura de Desayuno en Tiffanys de Truman Capote. Pretende Ford (¿no pesa demasiado ese apellido para dedicarse al cine?) darnos a entender que mientras uno se sumerge en las profundidades abisales de la mente humana, el otro no hace más que navegar por una superficie hueca de diamantes, pajareras y cócteles.
No seré yo quien ponga duda a Kafka, maestro ineludible e incomparable, punto de partida y referencia de los autores que le siguieron. Kafka nos cambió, todos lo sabemos, pero ¿no es posible escarbar en los entresijos del alma humana desde territorios aparentemente alejados o menores (¡cuánto daño ha hecho este adjetivo a la literatura!), incluso frívolos?
Sin lugar a duda, las novelas de J. M. Coetzee, Cormac McCarthy o Don DeLillo son herramientas esenciales para ayudarnos a comprender a los que nos rodean y a nosotros mismos, el mundo que nos ha tocado vivir o el que Lost mediante alguien ha escogido que vivamos.
Sin embargo, ¿no estamos también en la pluma acerada de Nick Hornby? ¿No vivimos en cada uno de los personajes de Amelie Nothomb? ¿No hay nada de nosotros en las historias de Michael Chabon?
Lo que más admiro de la literatura es la capacidad de algunos autores (pocos, por desgracia) de hablarme de la soledad sin mencionar ni una sola vez esa palabra o de explicarme qué es el amor sin que aparezca una pareja en la historia.
La literatura es evocación. La literatura es ilusión.
Por eso leo, por eso escribo.
F.C.