Enero en Amsterdam

El fotógrafo Alberto Tallón, a la caza de la instantánea del Barrio Rojo

“¿Te vas a ir a Amsterdam en pleno enero?, ¡pues no vas a pasar frío ni nada!”. Ni que me fuera a Siberia, pensaba. Efectivamente, pasé frío, pero tampoco era para tanto, nada que envidiar al centro de la península ibérica estos días; algún canal un poco heladillo, y poco más. Eso sí, no vi el sol ni por casualidad. Me vino a la cabeza la descripción que Pérez-Reverte hacía de la climatología de los Países Bajos en las aventuras del Capitán Alatriste en ‘El sol de Breda’, en la que explicaba uno de los personajes que en esas tierras pueden pasar meses sin ver el sol y, cuando hace acto de presencia, es de una forma tan tenue, que ni siquiera llega a calentar. Pero vamos por partes.

El viaje relámpago a Ámsterdam respondía a dos motivaciones básicas: desconectar tres días de la odiosa rutina, y hacer una inmersión en el famoso Barrio Rojo, cámara en mano. El primer objetivo se consiguió, el segundo, fiasco. Me explico. Llegamos a la ciudad (el viaje lo hacía con mi compañera) el día 1 de enero, es decir, justo después de la Nochevieja. Consecuencia, las calles del centro llenas de basura, restos de comida rápida, botellas, confeti, carcasas de petardos, papeles, y podría seguir así un buen rato… ¡Qué coño! Han estado de fiesta, no va a parecer esto un museo… Encontramos rápido el hotel (bueno hostal, mejor cuchitril) en el que una simpática recepcionista nos comunicó que nuestra habitación estaba en el ‘underground’, un zulo con vistas a un mini patio interior, junto a la habitación donde guardan el equipaje. De lujo, por no haber luz, ni las bombillas alumbraban, pero por lo que habíamos pagado no nos podíamos quejar, ¿o sí?

Yo tenía el Barrio Rojo entre ceja y ceja, así que cogí la bolsa con la cámara, y para allá que nos fuimos. A reventar, es la descripción más exacta que puedo hacer. Las calles del famoso barrio estaban llenas de turistas, la mayoría hombres, que se movían en manada, chocando en ocasiones entre ellos cuando alguno paraba de repente ante uno de los escaparates en los que se exhibían las prostitutas (algunas de ellas podrían ser modelos perfectamente, todo hay que decirlo…), como si de un rebaño de ñus se tratase. Aun así, las calles estrechas, las luces rojas que lo invaden todo y los canales que se entrelazan, invitaban a pasear y a observar. Quería reflejar de alguna manera lo que veía en fotografías, captar el ambiente, pero poniendo el acento en una perspectiva bastante subjetiva, buscando más las sensaciones que el hacer un retrato objetivo del barrio.

En varias ocasiones intenté, sin suerte, fotografiar las prostitutas en sus puestos de trabajo (suena un poco raro, pero…). La mayoría de las veces me recriminaban al intentarlo, cerraban las cortinas e incluso salían para hacerme borrar las fotos. Yo intentaba hablar con ellas, explicarles el porqué de las fotografías, y mostrarles que su cara no era reconocible, pero ni por esas, así que, respetando su voluntad, acababa por borrarlas. El bullicio y la aglomeración de gente hacían difícil el trabajo de fotografiar en buenas condiciones, imposibilitando entablar una conversación tranquila con las prostitutas y tomárselo con un poco de calma. Así que decidí que a otra cosa mariposa, retomando ese primer objetivo que era desconectar y disfrutar de la ciudad.

Del Barrio Rojo también destaca el pequeño Barrio Chino, una zona repleta de establecimientos orientales, en los que además de poder visitar el centro budista más grande de Europa, se puede disfrutar de comida de diferentes países asiáticos. Precisamente en eso estábamos un día, comiendo una de esas coles que colgaban de los locales, cuando al salir del restaurante nos encontramos con unos dragones chinos que danzaban al ritmo de tambores, entre estruendos de petardos. Y no, no había fumado nada, los dragones estaban ahí. Alguna tradición china a la holandesa, digo yo…

El resto de Amsterdam, otra historia, nada que ver con el Barrio Rojo. Calles tranquilas, canales y más canales, edificios espectaculares de grandes ventanales, en los que las cortinas brillan por su ausencia, bares acogedores en los que disfrutar de un té caliente, casa flotantes, y gente en bicicleta, mucha gente en bicicleta, hasta el punto de que no hay lugar donde mirar en el que no haya un bici aparcada. Una ciudad casi idílica, si no fuese por ese maldito clima, por ese frío húmedo que te cala los huesos, y que hace que cada pocas horas busques como un loco sitios en los que resguardarte y sentarte un rato a tomar algo caliente.

Museos, ninguno. Es casi una máxima en nuestros viajes. Cuando voy a un lugar nuevo me interesa conocer a su gente, su forma de vida, sus costumbres y, por lo general, poco sus museos, con excepciones claro. Pero hacer más de una hora de cola para acceder al Museo Van Gogh bajo una tenue llovizna no me parece una buena manera de pasar el poco tiempo de viaje que nos quedaba. En los tres días que estuvimos en Amsterdam, volvimos en varias ocasiones al Barrio Rojo, casi siempre de noche, que es cuando su encanto se disfruta realmente… si no hubiese tantos turistas. Habrá que volver, me he quedado con el mal sabor de haber dejado muchas fotos por hacer, un poco en la línea de lo que García-Alix describe en algunos de sus textos cuando habla de las cicatrices que dejan en el alma las imágenes no conseguidas.

Dejo una pendiente con el Barrio Rojo. Aunque el objetivo de desconectar de la rutina y de disfrutar de una ciudad nueva estaba conseguido, el de conseguir un buen reportaje fotográfico del Barrio Rojo no. Así que habrá que volver en una época menos turística y más cálida. Aun no está todo dicho…

Redacción Valencia

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