Perteneciente a las islas Espóradas, alejada de los circuitos turísticos de las agencias, se erige en rincón paradisíaco para los que de verdad quieren descansar
Organizar un viaje a las islas griegas suele llevar aparejado el sesgo de los paquetes cerrados por las agencias a las ínsulas de mayor devoción turística internacional: Mikonos, Creta, Rodas, Santorini o Corfú. No muy lejos de todas ellas, y reservadas aún para el perfil del turista beduino, el griego que coge las maletas en verano para disfrutar de sus archipiélagos, están las islas Espóradas (Skiathos, Alonissos, Skyros y Skopelos), paraísos vírgenes aún por descubrir, anclados en la fisionomía que lucía Ibiza hace treinta o cuarenta años, cuando el hippie era hippie, el pagès era pagès y las fiestas ilegales eran comunas de celebración improvisada. De entre todas ellas, Skopelos es la que más responde a ese perfil, alimentada por sus cientos de capillas y decenas de monasterios que confieren un acento aún más aislado si cabe a su condición de isla, el de la tradición religiosa ortodoxa, impertérrita e inflexible frente el aire fresco llegado desde tierra continental, promovedora de un qué dirán llevado a cotas de extrema ruralidad, a la cerrazón de costumbres seculares que desbordan el carácter del griego hasta encontrar entre aromas de pino, gayomba, salitre y pintura blanca el perfil del clásico, del mitómano, del folklore heleno sin conservantes ni colorantes.
Skopelos es una isla de tradición pesquera, con una red de carreteras poco desarrollada, mitad de asfalto, mitad de tierra; es verde, frondosa y salvaje, sin alarmas urbanísticas, sin desarrollismo feroz, quieta, silenciosa. Cuenta con una red de casas particulares muy bien acondicionadas que, por 50 euros la noche, permiten al foráneo pasar unos días en plena naturaleza, rodeado de
bosque, bichos, animales y sobresaltos nocturnos hichkonianos. Todo un placer al alcance del que se atreva a salir del circuito tradicional de las agencias y a organizarse por su cuenta y riesgo el viaje. Hay muchos establecimientos de alquiler de coches, competencia que ayuda a conseguir precios más que asequibles. Por 25 ó 30 euros al día se puede disponer de un vehículo con el que recorrer las tortuosas, retorcidas y revueltas carreteras de la isla. Como juego, el visitante puede coger el mapa de situación y marcar itinerarios combinados de descubrimiento de capillas, monasterios y calas. Con todo, a los que no les guste el plan detectivesco, encuentran en la carretera principal que une la población de Skopelos y la de Glossa, playas paradisiacas, calmas y transparentes como la de Panormos o Milia, donde dibujar salmonetes con el esnórquel es algo más que accesible.
Da gusto ir por las mañanas al pueblo e implicarse en la vida del lugar. Subastas de pescado en el puerto, pan recién hecho en los hornos tradicionales que escalan las calles, cafés con olor a carbón caliente listo para colocar sobre él parrillas repletas de viandas marinas, artesanos que no miran al I+D, campanas hiperactivas, cal, gatos famélicos y voces que suenan altas, como enfadadas, pero no, el griego habla así, cosa del Mediterráneo, perenne. Y más adelante, de cara al invierno, Skopelos se cierra a la vida tranquila de la chimenea, la oración y el trueque como modelo de vida. Sus escasos 5.000 habitantes comparten historia y tradición, alejados del aliento turístico que, desde abril, regresará a la búsqueda de quietud, sol, playa y naturaleza.
Óscar Delgado