Esto no es un viaje, es un sueño hecho realidad. El periodista Javier Montes nos describe su experiencia en el país de Fidel Castro
Viajamos a Cuba en pleno mes de agosto. Las guías recomiendan ir en cualquier época del año menos a partir de esa fecha porque es cuando más calor hace y cuando empieza la época de huracanes, que se prolonga hasta octubre. Olvidan las guías muchas cosas, en este caso, que Cuba merece la pena haga frío, sople el viento o llueva.
En el avión tomamos el último gin tonic de los próximos quince días. Son nueve horas de viaje. Tiempo suficiente para poner la oreja y escuchar conversaciones del resto del pasaje. La mayoría van a La Habana y Varadero. Nosotros vamos a recorrer la isla.
Llegamos al aeropuerto ya de noche. La terminal es distinta. Entre una nube de humo sobresalen televisores colocados sobre pedestales que informan de las llegadas y salidas de aviones. En este aeropuerto se fuma.
Esperando las maletas contemplamos asombrados cientos de cajas amontonadas con sellos donde se lee: ‘envío humanitario’. Alemania, España, Italia, China… Nada es rápido, nada es lento, todo va pasando, como las maletas por la cinta.
Antes de coger el taxi tenemos que cambiar moneda. El peso convertible no existe fuera de Cuba. Nos lleva Nelson que no para de hablar mientras vamos dejando atrás una carretera sin apenas iluminación donde no paran de cruzarse cubanos que van y vienen. En las cunetas, enormes carteles publicitarios donde sólo se leen lemas prorevolucionarios y anti Bush.
Nelson tiene tres mujeres, seis hijos; habla por los codos hasta que le preguntamos por Fidel. “El comandante se nos viene a menos. Mañana es su cumpleaños y han organizado un concierto de Buena Fe en la plaza de la Revolución. Es un dúo que está sonando muy bien”. Días después me lo refrendan.
Pensamos en ir pero llegamos al hotel Park View y nos echamos a la calle sin rumbo. Qué calor. A escasos 20 metros descansa el Granma. Es noche cerrada. Un habanero se afana en cambiar la rueda de su destartalado coche bajo la tenue luz de una farola. Apenas hay tráfico. En la radio escucha a todo trapo música. Cinco minutos andando y ya estamos sentados junto a la estatua de Hemingway en El Floridita. Música en vivo y daiquirís. Uno, otro. Dicen que son los mejores de La Habana. Tal vez sea verdad. Son tan exquisitos como caros. El Floridita guarda ese estilo decadente que buscan los turistas de La Habana y Varadero. De hecho son ellos quienes llenan el local lo que le hace perder gran parte de su encanto.
Cambiamos de bar calle Obispo abajo. Obispo es una larga avenida peatonal con comercios pensados para turistas. “La Habana cierra a las doce”, nos dice un policía que se acerca para pedirnos un cigarrillo y de paso pagarnos abriéndonos un bar que empieza a echar la persiana. El primer mojito y a pasear.
El destino nos lleva a la plaza de la Catedral donde está el Patio, un bar de renombre donde al parecer no se come bien pero tiene una terraza única. Nos sentamos junto a cuatro cubanas que beben y ríen. Fichamos a una. Fichamos a las cuatro y en un pis pas llega Ángel guitarra en mano y hace de Celestina al ritmo de Serrat. Yaima tarda dos insistencias del guitarrista para levantarse y deleitarnos con un baile flamenco que nos desarma. Trabaja en El Mesón La FLota, en la calle Mercaderes. Otro mojito por favor.
Son las dos y media de la madrugada, las ocho y media en España. Acabamos de aterrizar y ya sabemos que La Habana no cierra a las doce. La Habana no cierra nunca.
UNAS HORAS DE SUEÑO
Sufrimos el jet-lag y a las ocho y media ya tenemos un ojo abierto. Desayuno en el ático del hotel desde donde podemos perder de vista los edificios de El Vedado, la Habana Vieja, el Morro y el Atlántico. En Cuba se desayuna mucho. En algunos sitios mejor que en otros pero mucho. Paradójicamente no es fácil tomar un buen café pero sí unas buenas piezas de fruta. Salimos a buscar un coche de alquiler. “Está difícil”. La Habana está llena de habaneros y turistas. Volvemos a caminar sin rumbo. El Capitolio, el Barrio Chino… donde Ígor y Lía se cruzan en nuestro camino. Nos hablan, les hablamos. Entramos en la otra Habana, la de ellos, la que buscamos y ya tenemos una caja de Cohibas y otra de Partagas en la mano.
Lía es profesora de educación física en una escuela de primaria; Igor trabaja en una cooperativa de tabaco. Charlamos. Nos explican que hay cuatro casas de puros: Romeo y Julieta, Partagas, Corona y Human. Las dos primeras fabrican los famosos Cohiba. Me regalan el Granma. Hoy es el cumpleaños de Fidel y los trabajadores le dedican una carta. Es la única señal del día que nos recuerda la efeméride. En la calle empezamos a distinguir a leguas a un jinetero de un habanero. Al menos, eso creemos cuando no llevamos ni 24 horas en Cuba. Nos despedimos con la propuesta de Lía: su novio se ofrece a hacernos de chófer para recorrer la isla. Tomamos su número de teléfono y vamos a buscar la calle San Rafael. Allí regentó mi bisabuelo la sastrería Andrés Vidau. Fue en la segunda decena del siglo pasado. Demasiado tiempo para que aquel número 119 siga en pie. Ni rastro en una de las calles más bulliciosas de La Habana.
Comemos al precio y al estilo cubano una pizzeta (trozo de pizza). Al estilo porque es en plena calle chorreando una especie de tomate, una especie de queso, una especie de pizza. Al precio porque el céntimo de euro es menos que lo que nos cobran. Caminanos. Pateamos calles y barrios hasta que empieza un amanecer que buscamos en El Malecón. Está tomado por los habaneros. La temperatura baja unos grados pero sigue haciendo calor. Es el sitio de la capital donde más sopla el viento, donde se puede pescar o pegarse un baño. Hay un festival de música para niños. Ellos son los reyes de la isla. Rehacemos el camino (El Malecón son kilómetros y kilómetros de paseo junto al mar) hasta la Habana Vieja. Constatamos que la Bodeguita del Medio es un local turístico con mucha más historia que encanto y certificamos que los daiquirís de El Floridita son caros pero los mejores. De nuevo junto a Heminway. De nuevo a pares.
Regresamos al Park View a una hora indecente pese a que mañana partimos en el jeep que hemos alquilado rumbo a Cienfuegos. Llamamos a Lía para agradecerle su ofrecimiento pero no queremos a nadie de esclavo. Queremos conocer Cuba.
Javier Montes