Iban a celebrar el partido de sus vidas: la final de la Copa Sudamericana. Sus ojos reflejaban la extraña combinación de alegría de los deportistas maduros con la ilusión de niños ante la posibilidad de lograr el juguete de sus sueños. La Copa de campeones de Sudamérica. Ellos, miembros de un equipo tan humilde que nunca sale en los mapamundis del universo fútbol, por fin se sentarían en la mesa de los grandes.
En el aeropuerto de Chapecó, una alegría contenida como espuma de una ola rebosaba en los jóvenes ojos de los futbolistas. Olían a campeón. Bromas, fotos, luz en sus miradas, lluvia de mensajes con signos de luna llena, todo envuelto en un cubilete de optimismo porque aquella gente, luciérnagas verdes, había llevado a esta ciudad de pasto y ganado toneladas de esperanza en clave de fútbol.
En el interior del avión, los futbolistas cantaban, otros dormitaban, los más seguían ametrallándose unos con
otros con fotos y vídeos. Sonaba cumbia colombiana y algo de bossa, el aire olía a café y a sopa de tapioca, alguien miró al exterior y las luces de la Antioquía colombiana se dibujaban en el horizonte
De repente, una oscuridad metálica cruzó el avión de norte a sur. Una negrura espesa ahogó las voces. Un silencio agrietado paralizó las almas de aquel pasaje. Luego un golpe seco los abrazó, como si la luna los aplastara. Después una nada viscosa recogió, una a una, cada sonrisa que el impacto diseminó entre los hierros retorcidos. Llovía fuera. Una luz crujió como un látigo más allá de las nubes. El viaje a Medellín no paró, seguía su rumbo por las estrellas.
José Manuel García-Otero