Las estaciones se suceden en un tiempo acomplejado por la acción del ser humano, ajenas a la desdicha que les espera en un devenir clorofórmico, ozonado, enmarcado en uranio, plutonio y folios amazónicos. Mientras la degradación toma posiciones para castigar a sus detractores, asistimos a la llegada de un nuevo verano.
Ha desembarcado puntual a la cita, a pesar de parecer lo contrario hace unos días. Desde el pasado martes 21 de junio podemos ir pensando en analizar la calidad de los anuncios televisivos, la exigua cartelera cinematográfica, la salinidad del agua, la morfología de las playas, las urticarias en la piel, el alquitrán en el pie, el accidente a deshora, el pasodoble de furgoneta musical, el escenario de carros condenados al grano el resto del año, el beso mofletudo, el morreo infiel, el tacto del amor exprés, el satén lunático, la redifusión de grandes clásicos del tedio, la canícula en la ciudad, el cerrado por vacaciones, el sube el aire que yo lo bajo, la vida de otros, los otros en el pueblo, la montaña o la cala, la mayonesa caliente, amarilla, salmonelosis.
Con los ojos vidriosos del cloro del agua de grifo, no, de la piscina, se ven las cosas más calmas, opacas, desveladas por la explosión de la luz roja del cuarto oscuro. Pequeñeces brillantes, diamantinas como el reflejo del señor Lorenzo en el techo encalado de las casas mediterráneas, calma latente estresada por el silencio de las horas ociosas, móviles de promoción para charlas en agosto el mismo tiempo efectivo que el resto de meses del año, cerveza con copete de sabor a frescura de cereal enriquecido, maletas paipai que regresan de donde nunca se fueron, terrazas con morfología de cigarras acaloradas, espuma de mar, reservas de hueco en charcas manidas por pies, culos, aceites, cremas, orín y barro. Fortalezas de la humanidad, riesgos de ser persona y tener vacaciones. Verano, bienvenido.
@os_delgado / Foto: Marga Ferrer
Manolo Gil