Creo en la utopía y deseo vivir en esa isla ideal inventada por Tomás Moro, que casi quinientos años después de darla a la imprenta sigue resultándome tan fascinante, tan deseada por el simple contraste con mi propia realidad social en un país a punto de sentarse, si no lo ha hecho ya, en el diván del psicoanalista.
Siempre he creído en la utopía social y política, incluso en esa que en pleno siglo XIX y como reacción a las desigualdades sociales y económicas que trajo la Revolución Industrial, Saint Simon hizo desembocar en lo que se llamó socialismo utópico. Creo en la utopía y ello me produce contradicciones, igual que a todo hijo de vecino que sueña con la revolución pacífica. Pero aquí sigo trabajando para acortar las desigualdades que, desgraciadamente, cada día son más grandes, e intentando alcanzar la felicidad en algo parecido a esa isla ideada en pleno Humanismo, porque en el fondo de los fondos estoy convencido, aunque muchas veces dude, que es posible atracar en su puerto, lo mismo que en el de Itaca e incluso llegar a Oz por una camino de baldosas amarillas, aunque solo sea para amordazar a la lisérgica Dorothy después de cantar Over the rainbow.
Pero frente a la utopía está la distopía, un término que cada vez se escucha más, y que cada día me hace disfrutar y reflexionar. Antónimo del primero, la distopía viene a definir la sátira, la crítica, lo contrario a aquella idealización. En definitiva, el anverso de la misma moneda. Si fue un inglés el quien se inventó la isla paradisiaca en el siglo XVI, también fueron los servidores de Su Graciosa Majestad quienes inventaron los mundos satíricos a finales del siglo XVII. Si la primera glosa el ideal y por contraste hace anhelar un mundo mejor, la distopía, con visos de realidad, crea una irrealidad imposible, fruto del disloque, y nos despierta la conciencia crítica. Así tenemos distopías de todos los sabores y para todos los gustos: políticas, sociales, económicas en las que se satirizan los totalitarismos, el consumismo o las relaciones afectivas. Un muestrario que va desde los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift a Un mundo feliz de Aldous Huxley pasando por 1984 de George Orwell, Fahrenheit 451 de Ray Bradbury o La broma infinita de David Foster Wallace.
Tanta lectura de distopías ha hecho que me convierta en un utópico distópico, unos buenos calificativos para navegar por las procelosas aguas que inundan el día a día. Y es que tanto la utopía como la distopía parten de ficciones para darnos respuestas y soluciones que somos incapaces de genenar en el mundo real. Utopía para soñar y distopía para tomar posición, actuar, pasar a la acción, exigir como ciudadanos y luchar por conseguir llegar a la isla en la que no hay desigualdades. Ficción para conseguir otra ficción, que me gustaría que no lo fuera, porque servidor es un creyente ferviente del ser humano, del aquí y el ahora. Como ser humano pienso y me hago preguntas. ¿Si conseguimos llegar a Utopía y somos felices y perfectos para que necesitaremos la distopía, si no tendremos nada que satirizar? La respuesta es una putada en toda regla, sobre todo para los que creemos en la conciencia crítica y en la libertad. Es lo que tiene la perversión de la utopía, aunque sea una ficción. Por eso el menda se declara utópico distópico para seguir luchando contra las desigualdades, incluso cuestionando el inmovilismo provocado por la felicidad. Ya sabéis, “Nobodys perfect!”.
Javier Montes