El padre Pedro Manuel, un cura de Chiclana (Cádiz), de 43 años, sabía nadar y estaba acostumbrado a ver ponerse el sol por encima de las olas bravas que dibujaban un horizonte azulado. Amaba el mar, pero sentía un gran respeto por esa hermosa inmensidad salada, que te lo ofrece todo pero también te lo puede quitar. Pedro conocía muy bien los códigos marinos, por eso no quitaba ojo a aquellos niños de su parroquia de Quinindé, en Ecuador. Todo transcurría en medio de risas, espuma caprichosa y un sol justiciero, cuando una ola rebelde y bruta secuestró a siete niños, que desaparecieron en pocos segundos.
Pedro corrió con desesperación y se arrojó a los brazos desabridos del mar, rompió varias olas y de una tacada consiguió arrimar a sitio seguro a tres niños, los más pequeños, después otros dos, y transcurridos un par de minutos que parecían metidos en un saco de eternidad, empujó a la orilla a los dos que quedaban pendientes.
Pero el corazón de Pedro, ese músculo tan lleno de generosidad, estalló en decenas de pedazos. Los siete niños vivirán, quizás racimos de la mirada buena del cura se impregnen para siempre en ellos. Pero los ojos del cura ya no brillarán.
En este mundo de guerras y lleno de miserias cotidianas, el padre Pedro Manuel remontó cimas y logró llegar donde muy pocos pueden. No hay nadie más campeón en la complicada disciplina de la generosidad. El dio su vida a cambio de siete y peleó muy duro el trato. Caballero hasta el final, cumplió su palabra con el destino. Él a cambio de los demás. Ni uno menos. Las siete jóvenes vidas por la suya, y Pedro cerró el trato sin un solo gramo de dudas. En estos tiempos de diseño, risas flacas y luminarias vacías, sale un tipo normal que nos golpea con su maravilloso ejemplo. Ciudadano que vomitas aburrimiento y codicia, piensa por un segundo en este héroe de mirada sencilla y corazón gigante. No te olvides jamás de su nombre, no olvides el valor de su palabra.
Foto: Carmen Vela
David Casas