Por Carlos Bueno, escritor y periodista
La pasada semana, la Corte Constitucional de Colombia acabó con el intento de poner fin a la fiesta de los toros a través de una votación que refrendó tajantemente el espectáculo taurino, al entender que se trata de una tradición artística que forma parte de la idiosincrasia de su pueblo.
Días antes, el gobierno de México declaraba sin tapujos su apoyo a la fiesta de los toros, algo que también ha hecho habitualmente la República Francesa. Tampoco Perú, ni Venezuela, ni Ecuador se plantean la posibilidad de discutir la celebración de espectáculos taurinos.
Entretanto, en España, cuna del toreo, nos crecen los enanos. En casa del herrero cuchillo de palo. Uno de nuestros inconvenientes es que vivimos en una nación que cuestiona constantemente el sentimiento españolista, un debate que no admite discusión en otros países. Los italianos, por ejemplo, ondean la bandera tricolor con orgullo ya sean partidarios de Berlusconi o de Franceschini, y en Norteamérica, Obama, McCain, y cada uno de los gobernadores de los cincuenta estados que forman el país, lucen las barras y estrellas en la solapa de su chaqueta sin tapujos se sientan republicanos o demócratas.
Pero en España no. Al contrario, aquí la imagen españolista está cada vez más denostada y, me atrevería a decir que, en muchos casos, mal interpretada. Muchos antitaurinos, por ejemplo, pretenden abolir la celebración de corridas sólo porque relacionan los toros con una España que rechazan. Poco les importa el tauricidio que ello implicaría, ni el desastre medioambiental que supondría, ni, mucho menos, la catástrofe económica que conllevaría.
Algunos españoles, quizá demasiados, son tremendamente destructivos con su cultura y sus propias tradiciones. Sólo como muestra, valdría decir que en Valencia se alzan cada vez más voces en contra de las Fallas, en Pamplona los sanfermines tienen tantos adeptos como contrarios, los moros y cristianos están siendo tachados de segregacionistas, la tomatina de Buñol es vista como una salvajada por parte de muchos y El Rocío tildado por otros como camino de alcohol y desenfreno. Renegamos de lo nuestro y, por el contrario, acogemos con entusiasmo prácticas ajenas que nada tienen que ver con las costumbres de siempre.
De momento ya hemos abrazado al orondo Santa Claus que se ha instalado en la navidad española desplazando cada vez más a los tradicionales Reyes Magos. Y ahora entra con fuerza un Halloween que triunfa a lo grande entre la población menuda y joven. El Tenorio de “todos los santos” nacional ha dado paso al “truco o trato” de importación. Está claro, la tele, abanderada por Los Simpson, Hannah Montana y demás series del Disney Channel, nos invade con nuevos hábitos americanizados que poco a poco van desalojando nuestras tradiciones de toda la vida. ¡Si hasta hay quien quiere eliminar la Navidad por unas vacaciones invernales tan absurdas como asépticas! A este paso acabaremos por celebrar las fiestas de graduación de Harvard y Boston, o la final de la Super Bowl.
Perdemos nuestras señas de identidad a favor de una globalización unificadora y unidireccional. ¿Se podrían instaurar las Fallas en Nueva York, la Feria de Abril en Washinton o San Isidro en San Francisco? Seguro que no. Al menos yo no veo la posibilidad de exportar nuestras fiestas del mismo modo que somos capaces de importar las de otras latitudes.
La cuestión antiespañolista es una excusa mal entendida que está haciendo mucho daño a nuestra cultura, y no digamos al asunto taurino. En Cataluña votarán en poco más de un par de meses la posible prohibición de las corridas de toros. Y nadie se mueve. Ni la Unión de Criadores de Toros de Lidia ni las distintas Asociaciones de Profesionales Taurinos han tenido la feliz idea de invitar a las dehesas al grueso de los parlamentarios catalanes. Muchos de ellos hablan desde el desconocimiento. Quizá si conociesen al toro en el campo su visión de la tauromaquia cambiaría; quizá. Pero los implicados no reaccionan. Prefieren disfrutar el presente disfrazados de muerto, de bruja o de demonio y gritar “truco o trato” sin preocuparse por lo que se nos puede venir encima; quién sabe, este germen podría significar el principio del fin.
“¿Truco o trato?”. No hay trucos que valgan. Debemos hacer un trato inmediato, no sea cosa que la muerte de la Fiesta sea una realidad y no un simple disfraz de Halloween.
Marga Ferrer