Retén de guardia

Los fines de semana hacían guardia hasta el regreso de sus padres. La hermana mayor y el pequeño de la familia se quedaban en vela, no les gustaba dormir sin el halo de tranquilidad paternal, sin el mimo materno. No podían quedarse a oscuras e irse a la cama porque la imaginación despertaba de su letargo más terrorífico y les dibujaba siluetas de pánico coincidentes con cada ruido que escuchaban o, en su defecto, imaginaban. Los otros dos hermanos, el mediano y la mediana de la estirpe de los Gómez, dormitaban ajenos a esa estrategia del miedo, uno ocupando la planta baja de la litera, otra la cama gemela más cercana a la ventana del cuarto de las niñas.

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Una de esas noches, los dos visionarios de la ficción familiar jugaban al hundir la flota en la cocina. ‘No hay marcha en Nueva York’, de Mecano, sonaba de fondo, muy de fondo; mejor no interponer música elevada entre el silencio de la noche y la posibilidad de escuchar cualquier ruido ajeno a la normalidad estipulada por unos criterios basados en la versión hitchcokniana de la realidad.

De repente, un estruendo de los de verdad, no de los dibujados, heló las conciencias de los dos, allí, en la cocina. Un arrebato de pánico invadió la versión consciente del pequeño que, como un resorte, desencajado, sin rumbo, loco, se levantó gritando con la persistencia involuntaria de quien sufre un asedio inesperado, una luxación de rótula o un ataque de terror, que era el caso. Corrió despavorido por el pasillo de la vivienda, batiendo el récord de los 20 metros lisos indoor. Como único obstáculo, la cama gemela vacía de la habitación de ellas, que saltó como si le fuera la vida en ello para caer con los dientes en el suelo. La mayor recorrió la misma distancia con dos segundos de retraso; la mediana se despertó, no daba crédito. Su hermano sangraba por la boca; su hermana parecía Casper de lo blanca que estaba y el desconcierto reinaba en una habitación sin palabras, cerrada con el pestillo de la seguridad, sin oxígeno.

Al poco, alguien estaba aporreando la puerta. ¿Quién es?; ¿cómo que quién es?, abridme, que soy yo, Javier. Claro, se habían olvidado del mediano, un adolescente grandullón, pachorro y ajeno a toda aquella seudorrealidad. Esperaron unos minutos para salir, tenían que acordar la estrategia. Irían en fila india, por orden de edad, agarrados, sin soltarse hasta llegar a la cocina, al origen del pavor, de todos los males engarzados. Las respiraciones, sobre todo la de la mayor y la del pequeño, se aceleraban a cada metro que les acercaba a la estancia del terror. Cuando llegaron a la puerta y se asomaron, encontraron una bandeja y dos racimos de uvas desparramados por el suelo. Nadie había entrado, ningún ladrón a la vista ni monstruo de película esperándoles para ser devorados. La vibración del congelador individual ubicado en un aparte de la cocina había empujado la bandeja que sostenía hasta arrojarla al suelo. Sólo eso.

 
Llamaron a los padres para ‘tranquilizarles’ la velada: “Hola papá, ¿qué tal?, nosotros bien, podría haber pasado algo pero no nos ha pasado nada, tranquilos”. A los diez minutos estaban en casa y todos rieron salvo el pequeño, cuyo golpe en la dentadura le producía la suficiente dentera como para ahorrarse movimientos labiales hasta no visitar al dentista.


@os_delgado o @360gradospress

Patricia Moratalla

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