En estos días donde hasta las nubes se ocultan, yo me acuerdo de Facundo Cabral, de cuando escribió aquel verso célebre “Pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo”, que encierra tanto y lo dice todo. Nosotros somos pobres pero podemos hacer muchas cosas: levantarnos y cambiar las cosas.
Pero debemos querer cambiarlas. El mago de las palabras y de los pensamientos profundos escribió esos versos hace casi cincuenta años, y medio siglo después el patrón sigue luciendo corbatas de seda y trajes a medida, pero también sigue diciendo que ‘NO’ a las reivindicaciones del obrero. El tiempo tiñe de amarillo las hojas y todo lo escrito podrá borrarse; porque la desesperación es un caballo desbocado que no conoce el miedo.
El mundo sigue girando y se para en las mismas estaciones, en las mismas chozas, en los mismos palacios, en los mismos bolsillos. No es verdad que la fortuna carezca de memoria. La fortuna sabe el nombre y el apellido de los ricos, de los empresarios opulentos; también recuerda la casa de los corruptos y la cara de los que no tienen casa. El mundo sigue girando y parece que deja en algún pozo profundo una ristra dolorosa de frustraciones.
Representantes de empresarios y centrales sindicales se reúnen de tarde en tarde para debatir el sentido de la recesión y una fórmula para intentar salir de ella. No se ponen de acuerdo, porque el corazón no se entiende con el bolsillo. En este diálogo de absurdos, los obreros llegaron a rebajar a cotas mínimas sus pretensiones para la supervivencia y los patrones, en cambio, elevaron sus cotas máximas de gananciales. Los obreros dicen que la recesión tiene que ser para todos, los patrones niegan con la cabeza: la crisis sólo conoce los apellidos de los trabajadores.
El Gobierno, ese gran mentiroso en horas bajas, trata de mediar en vano. No quiere importunar a nadie, y mucho menos a los banqueros. Las Fuerzas de Seguridad del Estado vigilan para que en la Puerta del Sol no acampen los descontentos. Se vienen tiempos duros para la gente sencilla, esa que paga todo, incluso lo que nunca supo hacer. Los banqueros y el mercado, mientras, siguen su dieta de silencio. Que hablen los que siempre hablan, los que nunca dicen. Los obreros tienen ahora la palabra. Y tienen sus manos. También sus sueños. Los gobernantes están en guardia: vigilan los sueños de los que nada tienen. Ellos no saben que la desesperación dará un paso adelante un día de estos.
Foto: Marga Ferrer
David Casas