En África, los niños mueren por el ébola o por una de tantas miles de balas perdidas que la estupidez humana dispara para romper el aire. Lo mismo pasa en Siria, Irak o Afganistan. Los niños forman un escudo barato y prescindible. Los niños no miran al cielo porque de allí no bajan ángeles, sino una bomba en forma de demonio con cuchillas que les destroza la mirada.
Los niños siempre ríen en medio del infierno.
Ellos juegan y hacen bolas de humo bajo una marquesina de sueños. No importa que la luz tenga rotas las bombillas, ellos la iluminan con las estrellas y una luna que el río les brindó.
Los niños son la parte más cuerda de la locura destructiva que es el mundo, el tallo sano de un árbol infecto; los niños ven pasar los días y solo miran atrás para buscar una pelota. Los niños de cualquier parte de este globo que siempre va desnudo no pierden el tiempo con palabras difíciles, sólo te dicen su palabra y sabes la verdad.
La mirada de un niño es un remanso de paz, una alegría que te abraza y dos palomas que saludan al viento. La risa de un niño es un trozo de futuro que te espera en la otra orilla. No hagas llorar a un niño porque es sinónimo de asesinato, un disparo al alma de un ruiseñor que abrió sus alas y te regaló una flor.
Los niños de todas partes no entienden de color de piel, ni saben leer el libro que llamamos intransigencia, solo buscan un rincón para jugar con las hormigas y un papel para trazar el vuelo de sus sueños. Un niño tampoco entiende por qué el mundo cabe en sus dibujos y solo sale tinta. Ese niño añora a su papá que nunca está y por el agujero de su ausencia se escapa un chorro de dolor con sangre.
Foto: José Luis Sánchez Hachero