Por Voro Contreras, periodista
Ah, la vida de pueblo. “Ubi sunt” la vida de pueblo. No por aquí, vive Dios. Y eso que esto es un pueblo ¿O es una ciudad?, cómo se empeña en llamarla el alcalde. “Ciudadanos de lEliana”, espeta el primer edil a poco que le des ocasión. Y tampoco es eso. Esto es tan ciudad como yo redactor jefe de mi periódico. En fin
Bueno, eso, la vida de pueblo. Yo no sé lo que es. Hace meses estuve en uno, en la parte interior de la Marina Alta, entre cerezos que acababan de abandonar la flor pero con los frutos aún verdes. La aburrida transición. Allí había algo parecido a la vida de pueblo: a partir de cierta hora de la tarde las calles estaban vacías, los bares se llenaban de jubilados y tres niños jugaban aburridos a la pelota junto a un lavadero que solo se usa para que su foto adorne un calendario municipal.
Quizá la vida de pueblo era el poco ruido que uno percibía cuando los coches dejaban de pasar por la carretera comarcal, o cuando veía a las abuelas asomadas al ventanal del comedor de su casa de dos plantas. Algo que, por otra parte, no deja de parecerse a lo que se ve en una urbanización un miércoles al mediodía. Aunque en vez de los perros de los chalés, lo que predominan son los gatos bien alimentados haciendo el vago junto a una pared y una lagartija.
Pero poco más. Ni curas con sotana discutiendo con el farmacéutico, ni flores sobre las lápidas de los antepasados que sueñan el sueño eterno en pequeños cementerios. La vida de pueblo parece que se limita a ser una ilusión turística que uno alimenta tirando leña a la chimenea de la casa rural pese a que en la calle tampoco hace tanto frío. Lo demás consiste en tener más o menos recursos.
La diferencia entre una ciudad y un pueblo es que en la ciudad hay más coches, más casas, más gente y más lo que usted quiera (materialmente hablando, por supuesto) que en un pueblo. Hasta es más fácil encontrar pan de pueblo en un supermercado de la ciudad que en el horno de un pueblo. Por lo demás, la gente es la misma, se comporta igual, le preocupan las mismas cosas, observa a sus vecinos con los mismos ojos, los más jóvenes piensan igual de borroso y los más viejos miran con la misma desidia e indiferencia lo poco que les queda por delante porque tienen la ilusión de que, aunque les duelan las cosas, aún van a vivir muchos más años.
Ah, la vida de pueblo Yo no sé si la quisiera para mí. ¿Supondría levantarme más tarde, tener tiempo para leer más de 20 páginas seguidas de un libro, comer tomates más sabrosos, ponerme a charrar con el primero que pase, adivinar si hará buen tiempo al día siguiente? Yo creo que no, ya no. La vida de pueblo no deja de ser literatura o películas de John Ford, en el caso de que uno viva en Kentucky. Por eso me conformo con hacer vida de ciudad en mi pueblo. Bajar al bar, leer el periódico (aún), asomarme al internet, comer más o menos bien, trabajar y retozar lo que me dejen. Cosas que podría hacer perfectamente en la ciudad.
De vez en cuando, en noches primaverales como estas, me pongo a caminar por las urbanizaciones mal iluminadas y se me hace la una de la mañana, o las dos, pensando en mis cosas a salto de mata mientras me lío un par de cigarrillos. No se oye casi nada. Si acaso, las ramas de un seto movidas por el viento o un grillo con ganas de veraneo. Pero también una moto allá a lo lejos, o el camión de la basura, o las señales horarias de una radio desde una habitación con las ventanas abiertas.
Rosa Calderón Vega