Desgarra el alma observar cómo cientos de miles de personas (hombres, mujeres, ancianos, niños) tratan desesperadamente de cruzar las alambradas con un único fin: seguir viviendo. Esa gente se arroja a una vida que creen mejor porque al menos no huele a muerte. A esa multitud casi no le importa que la apaleen unos policías bien alimentados y con el corazón del tamaño de un guisante con tal de llegar a esa Tierra Prometida que dicen es Europa.
Sirios, iraquíes, eritreos, sudaneses
Personas. Quizá hayan visto alguna vez por televisión el paso de una manada de cebras o búfalos por un acaudalado río, infestado de cocodrilos, que se dan un sobrecogedor festín de carne húmeda. En la otra orilla esperan los leones para seguir comiendo cebras o búfalos, mientras las hienas aguardan nerviosas para limpiar despojos de los desesperados animales. Es la cadena de la vida. Luchan por sobrevivir.
Estos días vemos cómo cientos de miles de personas huyen de una realidad que les dispara y buscan un horizonte con alambradas de espino, policías hostiles y, lo que es peor, miradas tan indiferentes que no parecen humanas. Estas miradas son de carne y parquet, de Armani y seda, de veneno y acero.
La tragedia se viste con llantos de niño, también con miedo y sal. Pasamos de largo con noticias de otra esfera en un mundo que no es de nadie, porque esa gente que sufre y el sol les rompe la piel, se agarra a una tierra que no es suya y mata.
Españoles, ingleses, italianos, alemanes, holandeses Personas. Somos europeos y vivimos en territorio azul donde la esperanza se compra y las promesas se rompen. Pertenecemos a una especie que arranca corazones y engulle números. Somos humanos pero una parte no quiere reconocerlo. En este territorio nadie conoce a nadie.
María Gómez Bravo