La siesta

El asfalto está caldoso, las cigarras entonan sus carracas, las avispas chapotean en los charcos del pilón dejados por el asno que acaba de beber agua porque para todos es agosto.

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Si ponemos el oído en la ventana de Pepe, podemos escuchar sus ronquidos. Seguro que está con la camiseta abanderado, boca arriba, entre moscas, duermevelas y sueños alejados del tedio rural, hoy amortiguado por la presencia de cientos de hijos del mismo medio, inquilinos de la urbanidad mecánica en invierno.

 

A los niños no les gusta dormir la siesta, son rebeldes de sobremesa, ellos juegan como incordian para los que reposan la cabeza sobre un hule pegajoso de plástico, el mismo que la imaginación dibuja con manzanas, plátanos y peras o con el mapa político de España. Otros, a escondidas, toman café y líquidos espirituosos cuyo importe se lo disputan a juegos de cartas, al tute principalmente. Los foráneos aprovechan el verano para aprender las trampas de los lugareños, que luego exportan a la ciudad con la exclusividad del que descubre algo en solitario y lo cuenta con el poder que da la información.
 

La abuela de Carlos le ha cogido de la oreja derecha y se lo ha llevado a casa hasta que acabe la hora muerta, Juan tiene que irse a la capital de provincia con su padre a comprar no sé qué y yo me quedo solo, sentado en el bordillo que delimita la frontera entre la sombra y el sol, junto a la ropa tendida por la vecina de enfrente, con piedras saltarinas con las que esquivar la carretera comarcal de tercera y la sonrisa marcada en una comisura que saluda, como a Mr. Marshall, a cada coche vacacional que pasa por delante en intervalos de quince minutos o al camionero que no puede dormir la siesta ni en verano. Punto.


@os_delgado

photo by irm

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