Conducidas en una bolsa de plástico hasta la estación, apretujadas las unas contra las otras bajo el silencio de su portador, disfrazadas de la imagen corporativa de quien se apresuraba a enviarlas lejos, no podían más que mantener la calma, sin rechistar, a la espera de ser recogidas por el especialista viajero que las trasladaría, una a una, a destinos dispares, unidos únicamente por rotativas sin vinculación alguna.
Su efímero propietario las dejó en la saca común que las difuminaría entre otras cientos de su misma especie, unas con ventana, otras cuadradas, alguna redonda. Ninguna sabía qué trato recibirían en el nuevo hogar que las acogería, quién sabe si terminarían torturadas en máquinas trituradoras de papel o si reposarían en confortables cajones de mesas de oficina, junto a tijeras, gomas de borrar, pegamento, rotuladores y bolígrafos comerciales.
Son 35 euros. Adiós, cartas, adiós. No fue cruel. El depositario de la correspondencia de la empresa en Correos cumplía su trabajo.
Patricia Moratalla