Llegaron los calores y el corazón se nos dispara, un hormigueo cruza el estómago de lado a lado y los nervios juegan al fútbol en lo alto de la azotea. No queremos mirar más allá de lo que acontece al cruzar la calle, porque puede que en la otra acera un caimán imaginario nos arrastre hasta el fondo del husillo.
La incertidumbre es como el calor húmedo, se mete en los huesos y muerde, muerde hasta que solo queda aire y miedo. Porque miedo es lo que queda después de un banquete lleno de mentiras de cartón y palabras vacías. Miedo a lo que hay detrás de la pared, a lo que nunca hemos visto, a una realidad distinta a este hoy que masticamos y sabe a dolor.
Estamos tan acostumbrados a vivir en este mar lleno de espinas que el mar azul quedó muy lejos y ahora buceamos en el silencio de nuestra bañera con el grifo cerrado y las velas apagadas.
Ya no vivimos, sobrevivimos, sin darnos cuenta de que el aire es prestado y más allá del primer semáforo la vida es una moneda con una sola cara, una aventura sin héroes, esa película que nunca quise ver y ayer volvieron a contar los gobernantes.
Somos una manada de lobos que quieren ser corderos, sentimos miedo a cambiar el paso, a comer con la mano izquierda, a decir no cuando nos pisan. El miedo es el uniforme obligatorio de una sociedad que un día sacó pecho y perdió la cuenta de sus muertos. Soñamos con un mundo mejor pero los sueños se ahogan de madrugada. Buscamos, decimos, queremos, pensamos, vemos Sabemos decir pero no hacemos. No cambiamos aunque ya toca.
Foto: Carmen Vela