Ayer te vi, viejo, camino hacia ninguna parte. Arrastrabas la luna de tu cuerpo hacia una estrella imposible; puede que huyeras de la humedad del silencio, de la solitaria sombra que siempre te persigue, aplastada y servil, que desveló quién eres, el hombre que un día fuiste y alguna vez me arrancó una sonrisa.
Nunca fuiste, viejo, de mano azarosa y gestos dulces. Tu voz, en cambio, me daba calor en las noches que un viento sórdido rasgaba los pinos con cuchillas de hielo y, por culpa de esa soledad que traiciona a los niños, las agujas del miedo crujían en mis entrañas. Tú siempre andas por ahí, viejo, como un cóndor andino que dibuja invisibles siluetas, acarician mis sueños de capitán sin espada y hacen bailar mis ilusiones con la agilidad de un grumete.
Siempre me gustó tu mirada, viejo, esos ojos grises como el plomo de una bala que vieron tantas cosas y callaron otras tantas. Pero nunca apagaron la luz de tu corazón, la primavera de tus sueños, la suave brisa de tus ilusiones, el mar bravío de tus pensamientos que un día corrieron como potros encelados y ahora no son más que razones tendidas al sol y esperan la noche.
Te vi y no me conociste, viejo, solo caminabas por aquel túnel que cada día dibuja mañanas diferentes y realidades opacas, la senda que cruzas a machete, con el coraje de tu alma encastada, con el ímpetu de tu fe testaruda, de tu mirada lejana y pura, como el agua de un manantial que rompe rocas. Te he visto y ahora comprendo muchas cosas, sobre todo comprendo que nadie puede contra el viento, tampoco parar la firmeza de tu caminar lleno de arrugas porque es imposible frenar otra sonrisa de la luna. Ni tu mirada, viejo.