Emil era una niña de cuatro años que en sus sueños dibujaba estrellas de colores. Emil también hacía lunitas con los fideos de la abuela y regalaba sonrisas que guardaba en un cestito de mimbre donde dormían su muñeca Nancy, el dinosaurio Cosme y una piruleta de fresa. Orgullosa, Emil le decía en la orejota a su perro que nadie poseía tesoros más valiosos que ella.
Nadil tenía 16 años, estudiaba en la escuela pública del barrio y adoraba por encima de todo a Benzemá. El zurdo Nadil quería ser futbolista, corría como una gacela delante de un león y trataba a la pelota con la sutileza de un relojero suizo. Esa noche Nadil hacía estatuillas de jabón sobre los ojos azulados de Jeanette, la chica que acariciaba su mano mientras veía los aguijones de colores que la pericia del hombre fabricaba en el cielo.
Edouard fue toda la vida cartero en Montpellier, se jubiló y decidió que todavía poseía un sorbo de luz, por eso invitó a su esposa Annie a vivir quince días de seda en la Costa Azul. Aquel queso bretón era delicioso pero le pegaba mordiscos en el estómago, aunque Edouard no pensaba decir una palabra arisca ante los hermosos ojos grises de Annie, que brillaban como piedras mojadas en luna llena.
Minutos después, la noche se extravió en la inmensidad oscura del desierto. Un huracán de miedo abrazó a la gente. La luz se marchó. Y la risa. El amor se congeló en el frío implacable del acero ciego. Quedó el olor a metal quemado y a lágrimas de sangre. Un silencio de cristal agitaba sus alas pero no había viento. Alguien cantó a un Dios pero nadie conocía esa calle.
Foto: @Marga_Ferrer
David Casas