Decía Gandhi: “Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena”. Este escuálido y sabio gran corazón derramó estas palabras rodeado de miles de corazones atónitos y esperanzados en la abrasadora explanada de la universidad de Delhi.
Lo dijo hace casi setenta años, un año antes de que su mínimo esqueleto fuera agujereado por un fanático. Hoy, los hijos de los hijos de los nietos de esas buenas personas se han multiplicado por diez y forman una legión inmensa de buenos corazones, que siguen el mismo curso de las cosas: ven y cierran los ojos, se estremecen ante una injusticia, vuelven la cabeza al otro lado de las arbitrariedades. No hacen nada.
En este territorio patrio, en la Hispania fértil que habitaron los romanos y luego los musulmanes, las decenas de millones de impolutos y bondadosos corazones nos hemos acostumbrados al arte de mirar a la esquina contraria sin que se nos cayese el anillo del dedo.
Estamos acostumbrados a ver las cuchillas del dolor tan cerca, que hasta el dolor nos parece un buen vecino. Le saludamos, componemos la mueca más cínica y nos alejamos de allí como si la tragedia viviera muy cerca de Neptuno.
Vivimos en un país de indiferentes cuya sensibilidad se encuentra tan dormida que se olvidó para siempre. Vivimos así, escuchando el silencio fúnebre de las buenas personas y la estridente música que componen los malvados.
Por eso atacamos a quien dice LA VERDAD, a esos pobres locos desarrapados que se asoman al atril de los políticos señalando sin pudor a la horda de fariseos que hemos votado y tanto daño hace con sus mentiras vaporosas. Vivimos muy bien en la cárcel de los cobardes. No molestamos. Somos esos hijos que vieron matar a Gandhi siempre dispuestos a seguir pasando página.
Foto: Carmen Vela
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