Por Carlos Bueno, periodista y escritor
Amar a los animales no es un sentimiento exclusivo de quienes se autodeclaran ecologistas, y menos de dos tontainas cuyo único bagaje ecológico es salir un día a la montaña a perderse.
Bajaba yo desde el Pla del Barber a la Font del Garrofer. Me ha dado últimamente por el senderismo. Nada, un paseíto vespertino de poco más de cuatro horas montaña a través. No crean que no me arrepentí veces de la ideíta, pero una vez emprendida la marcha no había otra opción que acabar la ruta. O volvía o me quedaba a pernoctar al relente de la noche. Así es que me resigné y decidí seguir caminando para dormir ensobrado en el calor de mi confortable camita.
El trayecto era exasperantemente dificultoso. Había zonas por las que no pasaban ni las cabras. Pedruscos de todos los tamaños, angostos desfiladeros, subidas, bajadas, maleza, charcos, barro, escalar, más que escalar una aventura que ni el mismísimo Miguel de la Quadra Salcedo.
Después de haber salvado casi todas las dificultades, a punto de llegar al final de mi recorrido, me encontré con una parejita de trotamundos tan visiblemente enamorados como patosos. Cargaban senda arriba con sus bicicletas esforzándose en llegar al Pla del Barber para, ya pedaleando, dejarse llevar hasta la carretera de Tavernes. ¡Pero almas de Dios! ¿Dónde vais, si con las máquinas a cuesta se os van a echar las tinieblas encima sin haber alcanzado vuestro objetivo?
Conocedor del terreno, me afané en explicarles los insalvables obstáculos que se iban a encontrar si perseveraban en su empeño, aconsejándoles la vuelta atrás hasta una pista forestal apta para bicicletas de montaña que les guiaría hasta el mismo destino sin los impedimentos de la ruta que habían elegido.
Ella, la bobalicona enamorada, parecía desconfiar de mí y no acababa de aceptar con agrado el bien intencionado consejo. Sin mirarme a la cara sino a la camiseta de una peña taurina que llevaba puesta me pregunto: ¿Te gustan los toros? ¡Sí!, le contesté rotundamente. ¿A ti no?, le repliqué. No, yo soy ecologista, amo a los animales, me explicó mientras el apocado de su novio seguía nuestra conversación como si de una pelota en un partido de tenis se tratase.
Siguiendo fiel al espíritu taurino, no respondí a su implacable aseveración ni intenté razonar mis convencimientos. Puse pies en polvorosa y continué hacia la Font del Garrofer, fin de mi trayecto. Al llegar, abrí mi mochila, saqué un bidón de agua que había llenado en la parte alta de la montaña y me comí la “mona” que llevaba para merendar. Al momento llegaron los acaramelados merluzos con sus velocípedos en ristre, y montando en ellos se alejaron por la pista forestal que les había indicado. Por cierto que de la gorra del tontaina todavía colgaba la etiqueta de compra sin que él ni la listilla de su novia se apercibiesen.
Apuré mi avituallamiento mientras cavilaba que a mí también me gustan los animales, que ese no es un sentimiento exclusivo de quienes se autodeclaran ecologistas. De hecho, si existen toros es porque hay aficionados a la Fiesta de los toros, y si las dehesas de bravo no se han convertido ya en colmenas urbanizadas, con lo negativo que ello supondría para las reservas de flora y fauna y para las aves migratorias, es por la misma razón.
Por un momento pensé que debería haber enviado a la pareja de tontainas por la senda más impracticable, que los cuerpos especiales de salvamento de la guardia civil ya los hubiesen rescatado al día siguiente. Pero no, que luego me hubiera remordido la conciencia por engañar a dos pobrecitos animalitos, porque las personas somos animales (eso sí, unos más que otros).
S.C.