Por Carlos Bueno, escritor y periodista
Españoles y mejicanos andan encabronados estos días a cuento del percance de José Tomás en Aguascalientes. Que si la enfermería no reunía las mínimas condiciones, que si eso es falso, que si no fuese por la pericia de los médicos el torero no habría sobrevivido, que si la vida que se perdió fue la de Paquirri y ocurrió en España… Manitos y gachupines se lanzan dardos envenenados y, cual niños de parvulario, recurren al “y tú más” cuando el otro les inquiere.
No parece ésta estrategia demasiado inteligente, máxime ahora que el río antitaurino anda más revuelto que nunca y cuando los medios de comunicación del mundo entero han puesto su foco informativo en todo cuanto ocurre alrededor del torero herido. Por el contrario, es el momento óptimo para aunar esfuerzos y reglamentar los requisitos básicos que deben cumplir las enfermerías de las plazas de toros, sobre todo al otro lado del Atlántico. El cruce de insultos sólo favorece la desunión y la pérdida de una oportunidad evidente para trabajar por la seguridad de los toreros y por el futuro de la Fiesta.
La muerte de Paquirri marcó un antes y un después en la legislación taurina de España. Hasta entonces las enfermerías de las plazas menos importantes no disponían del mínimo instrumental, y para un festejo en un pueblo bastaba con que estuviese presente el médico del municipio. Se aplicaba el reglamento de 1962, que disminuía las obligaciones de las enfermerías según bajaba la categoría del coso, como si las cornadas trascendentales sólo pudiesen ocurrir en edificios de importancia.
En 1984 las imágenes del patético cuchitril de Pozoblanco en el que Paquirri, ingenuo, esperaba ser salvado, dieron la vuelta al mundo para vergüenza nacional. Aquel infame habitáculo “Hitchcockiano” no tenía el instrumental necesario para estabilizar al herido. Nada se podía hacer. Pero la desgracia sirvió para que el mundo del toreo tomara conciencia de la gravedad del asunto. Así comenzó a desarrollarse una legislación que poco a poco fue creciendo a través de distintas Leyes Generales.
A partir de 1992 en cada espectáculo debe haber dos cirujanos, un anestesista y todo el material necesario. Además, en plazas de tercera se obliga a que en todos los festejos haya una UVI móvil y una ambulancia de apoyo. Al menos aquella evitable defunción no fue en balde. Esperemos que tampoco lo sea la dramática cogida de José Tomás.
Y mientras charros y quijotes se lanzan acusaciones, los antis de Méjico, de España y del resto del mundo inundan blogs y foros demandando un monumento para “Navegante”, el toro que casi sesga la vida del madrileño, a quien dedican insultos irrepetibles al tiempo que, literalmente, brindan con champagne deseándole la muerte. Paradojas de la vida, hay quien prefiere fervientemente que muera una persona a un ser irracional. Se humaniza a los animales pensando que imponiéndoles nuestras normas son felices.
Pero, ¿quién puede asegurar que el caballo está contento de subir en lomos a su amo? ¿O que un perro entiende que debe tener horarios para hacer sus necesidades? Ese es el gran error, creer que los animales se sienten realizados con las costumbres humanas. Quizá simplemente sea que les hemos privado de su lógica naturaleza, de su libertad natural para adaptarlos a nuestra conveniencia. No hay perros ateos o creyentes, ni caballos preocupados por la crisis o la Renta, ni los toros tienen conciencia de lo finito o de la muerte. Los animales no son seres humanos, y parece que algunas personas tampoco.
Óscar Delgado