360 Grados Press lee Falcó, de Arturo Pérez Reverte, quien practica un entretenido ejercicio literario que testimonia el pasaje inicial de la contienda desde los ojos de un mercenario que viaja de uno a otro bando sin escrúpulos. Pinceladas crudas, armas de guerra que podrían haber salido de la colección de Javier Marías y una trama vívida, ayudan a entender el poco valor de la vida, la mentira de la conspiración, la fragilidad de las lealtades y la identidad entre personas enfrentadas por una confluencia de intereses creados.
Recordamos a Javier Marías en pasajes de lectura de la obra, por su afición a las armas como coleccionista ilustrado por Pérez Reverte; pero también a Francisco Umbral, cuando en su Leyenda del César Visionario describía a su manera la fragilidad interesada entre franquistas y falangistas y de cómo éstos estorbaban a los primeros por el poder. A codazos. El autor lleva esa fragilidad al contexto de los primeros compases de la contienda, en la Cartagena, en el Alicante y, por supuesto, en la Salamanca de 1936, la misma ciudad charra que Umbral utilizó como morada para su particular César; la capital administrativa de la incipiente dictadura y de la vida paralela para los que no combatían pero mandaban, para los que traficaban y cerraban negocios mientras la gente se mataba; la que vivía noches de salón mientras el toque de queda se hacía manifiesto.
Ésa es la Salamaca que enmarca las aventuras de Lorenzo Falcó, un tipo curtido en mil batallas, mujeriego, intuitivo, suertudo y neutral mientras su cuello esté en juego. Un personaje que recuerda también a alguno de los anticipadores de comportamientos propios de la semántica del Tu rostro mañana, del autor mencionado al principio de esta reseña. Especialmente detectado en el papel del espionaje en la novela y de un “no debería uno contar nunca nada” en contextos de contiendas tan cruentas como chapuzas, como la protagonizada por quienes no se ensuciaban las manos en la trinchera y basaban sus operaciones en el rumor, en la mentira, en la verdad contada o en el aparato del espionaje. Un sermón muy bien reflejado en Falcó en los dimes y diretes de salón, en grandes hoteles de servicio secreto, en capitanías, y comandancias de policía en las que se despliega el entramado del quién es quién en la trama.
Con Falcó, Pérez Reverte renueva la fidelidad de su ya de por sí legión de lectores fieles e infleles y garantiza el inicio de otra serie de éxito con un Lorenzo Falcó que promete competir en popularidad con el Capitán Alatriste. El cartagenero apela a su sobriedad escritora, a su capacidad de documentalista y a la agilidad novelesca de una trama que hace caminar al lector con avidez hacia el desenlace. Un desenlace que abre, como se ha dicho, la puerta a muchas más aventuras de multicolores y facturas desde el prisma del espléndido aislamiento que le brinda la ficción. Un parapeto de neutralidad desde el que Pérez Reverte eparte flema por igual, quizás por aquello de que, como el propio autor indicó en una entrevista promocional en Papel, “hubo cunetas en los dos bandos [ ] Cuidado con los abuelos, porque muchos estuvieron matando gente, porque no todos fueron héroes”.
Aunque los hechos no coincidan necesariamente con el relato histórico de los acontecimientos del momento que recoge la trama se le nota al autor que sabe disfrutar con el malencarado de su protagonista y contagia una suerte de simpatía también neutral- al lector. De fondo, nos queda el enamoramiento hacia Eva Rengel y su más que disciplinado sentido del amor ejecutor, como brazo armado de una novela que ya pide paso a la segunda entrega de Falcó. Fechorías claras, concisas, directas, bélicas, antiaéreas, sin tuits.
Óscar Delgado