Entraron en el recinto revestidos de incógnito, sin la vitola de protagonistas, sabedores de su escasa importancia en la logia. Nadie conocía a nadie, pero todos se miraban de reojo para identificar quién estaría bajo aquellas máscaras carnavalescas, decimonónicas, portadoras de sonrisas estériles, miradas vacías y maquillaje veneciano. Sin tema de convocatoria, los francmasones buscaban un motivo para discutir sobre avances científicos, mentiras periodísticas o verdades filosóficas.
El que tomara la palabra debía hacerlo con la seguridad de que sus frases tuvieran el peso necesario como para cortar de raíz el murmullo sostenido que reinaba en la sala. Una estancia hosca, húmeda, con arcos de herradura repartidos por ventanales ciegos coincidentes con dos pasillos laterales encontrados en una girola sin altar, bajo una bóveda sin angelotes, frente a una nave central sin imágenes religiosas, presidida por bancadas de sabiduría impartida hace siglos, con carcoma perenne, crujidos estáticos y una pátina de suciedad pringosa.
Cien candelabros, una alfombra hecha jirones y el escudo heráldico de algún noble sin memoria completaban la escena donde, tras unos minutos de confusión, Efrén pronunció las palabras que silenciaron la logia: “He resucitado a mi gato”. Repitió el mensaje una vez más debido a que unas voces tardaron en apagar definitivamente el murmullo. “He resucitado a mi gato”.
Quien creyó haber encontrado el elixir de la eterna juventud acababa de extender la maldición del gato Mantenophis. Nadie volvió a hablar, los que acudieron aquella tarde a la logia sufrieron la ira del felino ancestral en sus carnes, padecieron largo sufrimiento, torturas, pesadillas por sueños y sed sin remedio. Pasaron 30 años hasta que murió el último, Efrén. Falleció en la retorcida soledad del ausente, con un último maullido de lamento convertido en eco de desdicha eterna.
Óscar Delgado