Llueve y los que llevan paraguas se pegan a la pared, como si estuvieran agujereados y no les cubrieran lo suficiente de la lluvia. Me planto y no me muevo, que adelanten por su izquierda. Aprovecho a duras penas los diez centímetros de marquesina ennegrecida por la humedad y roída hasta dejar caer gotas del tamaño de una ciruela.
No terminaré de entender nunca el egoísmo que nos guía cuando nadie nos ve, ni nos oye, cuando utilizamos el anonimato de nuestra calidad de individuos para ser animales recubiertos de usos sociales.
En el supermercado queda una bolsa de ensalada preparada, calculo que mi mano llegará cinco segundos antes que la de una señora que atraviesa en perpendicular la sala de las frutas a una velocidad imprudente para su prótesis y con ojos de avidez consumista. Quiere la misma bolsa, seguro, me digo. La tomo con delicadeza y se la ofrezco antes de que tropiece con la cesta de plástico de última generación, de las que se pueden trasladar rodando. No da crédito, me mira como a un loco, me da tibiamente las gracias y la tira a la saca para seguir al acecho, a ver si encuentra una ganga en la pescadería.
Entro en la panadería, pido la vez. Me la da un señor de pelo cano, con chándal, mirada desconfiada, como de jugador de póquer comarcal, barba de dos días y palillo en una boca estrujada por la ausencia de dientes. Me toca pedir, pero no me da tiempo ni a decir buenos días, alguien se ha colado. No digo nada, espero y vuelvo a casa con la decepción de siempre. Somos unos gumias.
@os_delgado o @360gradospress / Foto: Marga Ferrer
Óscar Delgado