Enciende un pitillo, aunque no absorbe más que tedio, canícula mordida y rutina desdibujada. Maldito calor. Lleva noches en vela, sus dedos amarilleados indican precaución.
El despertador continúa emitiendo el mismo pitido uniforme desde hace tres horas. ¿Para qué desconectarlo? se pregunta Marino mientras quema sus sueños en caladas de zumo negro-.
Está solo y en paro. “Quedarse sin trabajo a los 51 años en la segunda década del siglo XXI tiene que ser difícil”, al menos esa es la frase hecha que le regaló ayer el estanquero, el mismo que perfora cada mañana la tarjeta promocional de los días de vida que le faltan a sus clientes para dejar de serlo. La suya está a punto de llegar al bonus, presenta agujeros en disposición laberíntica. Ducados, por favor.
Una legaña se lanza al vacío hasta caer en la chancla obsequio de aquellas vacaciones pagadas con vistas al hormigón de la burbuja inmobiliaria. La misma que ha clavado a Marino en el corcho de los recortes. Bosteza y le brota una lágrima sostenida, sin contenido, descontextualizada, amarga.
Hace meses que no lee. De la familia, ni mentarla. En la cocina, el reloj descansa con una venda en sus agujas detenidas. Platos, cucarachas, hedor a cítricos podres
¿Sigo? No, no… Mejor mira hacia otro lado.