Los pueblos tienen en común, por lo menos los que he ido conociendo en España y algunas otras partes de mi pequeño mundo, notas de paz, olores salvajes, saludos de paseo, rincones pintorescos, gentes amables, ruido natural Interrumpo esta sucesión de percepciones para dar cuenta de la intromisión de voces lugareñas en el proceso de escritura: Esa camiseta no es de aquí. Ni yo señor, ni yo; tampoco soy de donde es la camiseta.
He tomado muchas cervezas Presidente en Santo Domingo, espeta el propietario del bar donde tengo a bien reposar tras casi dos horas de recorrido por las empinadas calles de Mora (Teruel) y tras haber visitado su castillo. Inmediatamente después, sin opción a responder a mi interlocutor, dos jubilados que ocupan una de las mesas del salón comedor del establecimiento comienzan a compartir su conversación en alto, sabedores de que había comenzado una oportunidad para absorber datos del forastero. Presidente, Ambar, cervecería Los Toneles, grifos sin vida que no dan cerveza, Santo Domingo, Alemania y hasta Austria. Pasajes de un diálogo de los que sólo pueden escribirse en zonas rurales.
Al salir del bar, el paseo continúa abarcando cotidianeidades alejadas de la mala educación del asfalto. Amigos sesentones conversan sentados, a la sombra de los plátanos que lindan el arroyuelo que atraviesa el lugar, reunidos en torno a una fuente aprovechada por una mascota pícara para paliar la sed. En la marquesina cercana a la plaza de la iglesia, una mujer hace puntilla a la espera de que algún turista despistado detenga su coche en el margen de la vía para comprar las cerezas que expone en cuatro cajas de contrachapado mientras conversa con su compañero de fatigas, el vendedor de cupones, y saluda a la señora que sale con cara de pocos amigos de la caja rural. No muy lejos de allí, calle abajo, la chiquillería, experta en improvisar campos de fútbol, discute sobre la legalidad de un gol. La cuestión es adivinar si el balón ha traspasado el soportal de una ermita del siglo XVII que hace las veces de portería. Una nube de polvo y de confusión es testigo de la frase que sentencia la escena: “No ha sido gol y punto”. Como es el mayor y el más corpulento de la pandilla, nadie rechista y enseguida el polvo vuelve a agitarse y a escupir patadas de resuello al aire limpio de la sierra de Gúdar Javalambre, tan distinta en verano que uno se olvida de la nieve caída no hace más de 90 ó 100 días.
Huele a estío, a abono natural, a jamón curado, a brasa de asador, a aliagas, jaras, a edad media restaurada con argamasa húmeda, a corral con gallo y huevos escasos. Las compuertas de las acequias se abren para distribuir el agua por unas huertas sedientas, el mediodía se va con procesiones ávidas de alimento, regueros secos de lugareños que abandonan sus puestos de trabajo para devorar el sustento, seguir dibujando vidas de pueblo y devorar siestas de 35 grados hasta que el vencejo diga basta.
J.M.C.