Escondido entre montañas, a los pies de un río y al final de una pista de tierra y gravilla se llega a un valle donde de noche tintinean las luces de las cabañas de madera en medio de la inmensidad y de día se aguarda la llegada de excursionistas, montañeros y escaladores de todas las nacionalidades. Es la puerta de entrada al Parque Nacional de los Glaciares, El Chaltén, Argentina.
‘El Chaltén. Capital nacional del treckking. Patrimonio Mundial. Bienvenidos’, reza un cartel de madera robusta. Guau ladran decenas de perros que campan a sus anchas; guau le sale sin querer al visitante que llega por vez primera al ver el espectáculo como si respondiera por cortesía, que la merecen. El Chaltén es un pueblo que parece extraído de una película o un cuento infantil. De poco más de 1.500 habitantes, está ubicado en el sector norte del Parque Nacional de los Glaciares, al sur de la cordillera de los Andes, a unos doscientos kilómetros de El Calafate, en plena Patagonia argentina. Es el destino soñado para los amantes del treckking y la escalada.
Su historia es muy reciente. Quizá sea el pueblo más joven de América. Fue fundado en 1985 en un movimiento estratégico del gobierno argentino para delimitar la frontera con Chile y rubricar la titularidad del territorio. Entonces llegar hasta allí no era fácil. Más de siete horas desde El Calafate por una pista de tierra rodeando el lago Argentino, famoso por el Perito Moreno, cruzando el río Guanaco y dejando atrás el lago Viedma. Uno de los tramos inhóspito de la ruta 40 y a la vez espectacular. Hoy esa pista es de asfalto y la distancia en coche de algo más de tres horas por el límite de velocidad máxima fijado, 90 kilómetros por hora, que trata de evitar los aún así habituales accidentes que provocan las bestiales ráfagas de viento que, sin previo aviso, aparecen por el margen izquierdo de la marcha escupidas por el campo de hielo continental. Otra opción es llegar por el norte, es decir, desde Bariloche, también por la ruta 40, a unas diecisiete horas por carretera. Argentina es un país inmenso.
En la lengua Ahónikenk de los Tehuelches, antiguos pobladores de esta gélida región del planeta, Chaltén significa montaña humeante debido a la apariencia de volcán en acción que provoca el viento sobre la nieve y el hielo de cualquiera de las agujas montañosas que se divisan desde el valle.
Allí, a unos metros de los márgenes del río Fitz Roy y el río de las Vueltas, emerge El Chaltén y su escaso centenar de casas de madera, cabañas aliadas de la naturaleza. Ordenado y limpio, decenas de perros transitan de lado a lado del pueblo donde ninguna finca está vallada, donde hay comisaría, estafeta de correos, colegio, estación de autobuses, un supermercado, un par de quioscos, un par de tiendas de regalos y varias decenas de hostales y restaurantes, la mayoría con una arquitectura que parece imitación de la casa de Los Picapiedra.
La actividad principal de El Chaltén es el turismo. Cientos de visitantes llegan atraídos por el cerro Fitz Roy (3.405 metros) y el cerro Torre (3.133 metros), dos colosos que enamoran a cualquiera, especialmente a los amantes de la escalada. Desde El Chaltén salen senderos para todos los gustos que conducen hasta la base de estas dos paredes verticales de granito en unas excursiones inolvidables entre bosques, glaciares, ríos y lagos, hogar de una fauna peculiar debido a los rigores del invierno. La mejor época del año para viajar allí es primavera o verano, es decir, el final de nuestro otoño y durante nuestra estación invernal aunque el tiempo en El Chaltén es impredecible: lluvia, nieve, viento, sol… Nunca se sabe lo que puede pasar pero merece la pena arriesgarse independientemente del mes en que nos encontremos. Estar en El Chaltén es un regalo.
Mochileros de todo el mundo emulan cada año al grupo liderado por Lionel Terray y Guido Magnone, los primeros en ollar el imponente Fitz Roy en 1952, un año antes de la primera ascensión al Everest. Custodiando al Fitz Roy se encuentran el Poincenot, en honor a Jacques Poincenot, compañero de Terray y Magnone, fallecido en aquella ascensión, y el cerro Torre, cuya cima está permanentemente cubierta por una especie de hongo de nieve.
No hay en el mundo muchos senderos que permitan ver tanto espectáculo en tan poco tiempo. Saliendo desde El Chaltén, sin necesidad de coger ningún transporte, y con piernas suficientes para aguantar rutas de veinte kilómetros y pendientes complicadas, especialmente si hay nieve, se puede llegar a la laguna de Los Tres y la laguna Sucia, un lugar idílico, donde el tiempo parece detenerse. Es la meta de un recorrido jalonado por una vegetación espectacular, unos ríos limpios que llevan el agua a una velocidad endemoniada como queriendo llegar a El Chaltén y dar vida a las truchas, por glaciares suspendidos que truenan saludando al caminante y por la laguna Capri, un remanso de paz, la ‘playa’ de los chalteños, la guinda a una caminata inolvidable. Más sencillo es llegar desde El Chaltén a la laguna Torre. Diez kilómetros llanos recorriendo el valle de río de las Vueltas que desemboca en el glaciar Torre.
Es difícil de explicar la majestuosidad del paisaje. No son montañas especialmente altas pero su perfil afilado hacia el cielo las convierte en únicas. Es incomprensible cómo la gente que aterriza en el aeropuerto de El Calafate opta por el pueblo del mismo nombre, a escasos treinta kilómetros, y no regale a su vida una visita a El Chaltén. Quizá sea una suerte para seguir manteniendo la esencia de este pueblo que tiene de todo menos cementerio. Desde su fundación ningún vecino ha muerto. Al parecer el actual alcalde, el primero de su corta historia -hasta hace un año el pueblo se regía como una comuna y las decisiones se tomaban por consenso entre vecinos pero al superar los 1.500 habitantes eso ha cambiado- tiene pensado ubicar el camposanto en un terreno situado a los pies del mirador de Los Cóndores y Las Águilas, cerca de la cascada Margarita, aunque de momento no es necesario. Nadie quiere morirse en El Chaltén, nadie debería morirse sin conocerlo.
Marcos García Martí