El mundo está mal repartido

Hace muchos años escuché que decía un albañil que encalaba el zaguán de la casa de vecinos donde vivíamos: “Hay que ver lo mal repartío que está er mundo”. Yo debía tener poco más de diez años, flequillo revuelto, las botas gorila sufrían todo tipo de magulladuras y mis rodillas un sinfín de desconchones. Me llamó la atención aquel tipo, todo hueso, medio calvo, una colilla de “celtas” pegada a las comisuras de unos labios sin apenas carne, la camiseta de tirantas mojada por el sudor, ojillos azules y una nariz picuda. El Coli, que así le llamaban, parecía un loro del Amazonas.

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El Coli subía y bajaba las escaleras un sinfín de veces; manejaba la brocha con energía y destreza: arriba, abajo, derecha, izquierda, arriba, abajo… Hablaba solo, él y la pared. A veces la insultaba; otras, le susurraba palabras de amor: “Hoy te acaricio ese cuello de cisne blanco que tienes, preciocidá”.

 

Una cicatriz profunda y fea le cruzaba el lado izquierdo del hombro, a la altura del omoplato, y se escondía bajo las húmedas hilachas de la camiseta. Al ver que no despegaba mis ojos de aquel doloroso dibujo, el Coli me desveló: “La gracia de un guardia civí, un día que me breó a correazos en el cuartelillo. Casi me mata. Y tó pa ná, porque yo no sabía ná de unos papeles comunistas”.

 

En sus soliloquios, descolgaba una voz aguardentera  por soleares, y terminaba maldiciendo a su dios del cante: El Caracol. “¡Qué grande, pero qué esaborío. Un día se dio un empacho de Mercedes conmigo y casi me pasó las ruedas por encima. Pero yo perdoné al Caracó, porque sus quejíos llegaban al alma”.

 

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En la última puesta de sol del siglo murió El Coli. Una cirrosis hepática lo reventó por dentro. Dejó de existir en un hospital de la Caridad, solo y pobre como las ratas. Dicen que su último aliento de vida sonó a quejío de Caracol. Luego lo enterraron en algún lugar anónimo con la compañía de un cielo azul/Aljarafe y las flores silvestres de la primavera. Una de las enfermeras me dijo que algunas noches, El Coli se incorporaba de la cama y dirigiéndose a la pared, la impregnaba de maldiciones y caricias. Decía: “Qué mal repartío está el mundo”, y luego se dirigía a una dama con la piel más suave que un amanecer de verano y estiraba la mano como si fuera a agarrar una rosa en el aire.

 

Murió aquel amigo que nunca supo que era mi amigo, pero sus ojos siguen entrando por la ventanilla de mis recuerdos, sobre todo cada vez que el látigo de la injusticia rompe las espaldas de la gente llana. Su voz ronca me llena de jazmines. Pero el aire de la mañana nos viene cargado de impurezas y llanto.


Foto: Carmen Vela

@butacondelgarci

S.C.

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