Juan tiene 57 años y es periodista, periodista en paro. Todavía le duele como un martillazo en un dedo el recuerdo de aquel día de septiembre, hace cuatro años, cuando le llamó el director de recursos humanos y le dijo que ya no contaban con él. Que su quiosco quedaba cerrado: veinte años de muchas noches y madrugadas, un aluvión de mañanas de sol y nubes, una montaña de palabras con olor a drama y alegría, a pólvora y a latón; todas las noticias del mundo que pasaron por sus manos, y también por su corazón, se clausuraban. Adiós, simplemente.
Juan hizo Cultura, Deportes, Información general, Sociedad…Todo lo que fuera menester, porque el Periodismo es uno y las noticias no tienen etiquetas; salió ese día a deshora, cuando la vida bullía y los semáforos no reconocían a aquel extraño. Así se sentía Juan: un tipo caminando a una velocidad distinta del mundo; ahora era un hombre que lo observaba todo desde la otra acera: el carrusel frenético de coches, las ventanas con oficinistas agitando papeles, trasiego de gente en las sucursales bancarias y los bares redimiendo al empleado que apura un último café. Juan ya no pertenecía a ese mundo y sintió vértigo.
A los 57 años, Juan comprobó un dato demoledor: que las puertas se achican, los teléfonos enferman y los amigos viven mucho más lejos. Juan se hace muchas preguntas pero las respuestas se la llevan los pájaros en otoño y desaparece la primavera.
Juan se mira en el espejo y el hombre que le mira no le sonríe. Es un hombre triste pero no aburrido. Un hombre que lucha contra un enemigo cobarde y taimado que le golpea cada vez que se hace invisible. A veces, el hombre que Juan mira en el espejo es un hombre furioso que no encuentra palabras que describan la frustrante situación que está viviendo. Parece un elefante que nada en medio de un lago que se quedó sin orilla.
Juan tiene miedo a mirar el calendario porque los días son iguales y las noches más largas. Pero él se consuela porque sigue vivo y quiere seguir siendo un elefante que nada y no se hunde. Peor se encuentra Máximo, su amigo Máximo, también periodista, un par de años más viejo y tan parado como un tren de madera durmiendo sobre un raíl desvencijado.
Ambos se citan una vez cada quince días en el bar que hay junto al parque, toman café y dejan que el silencio diga muchas cosas. Ellos, periodistas de siempre, guardan las palabras en las tripas y bajo llaves las preguntas que quedaron al borde del abismo. Piensan cada vez mejor y más maduro. Escriben y saben a qué huele una buena noticia. El periodismo adquiere la solera del vino grande. Dicen que las barreras de esta profesión no las pone la edad, sino la inteligencia. Y también tiene que ver el corazón.
Máximo dice que Juan es un privilegiado. Lo argumenta porque el otro día el médico le diagnosticó cáncer de próstata. Máximo lucha ahora por su vida, Juan por volver a engancharse al mundo laboral. Máximo y Juan lo tienen muy difícil.
Cada vez el tiempo se hace más estrecho y Juan y Máximo lo saben. No quieren hablar porque la verdad se engancha bajo algún puente. Ellos solo ven y miran. Y, mientras pasan los coches, sueñan con que algún día llegará otra gente.
Foto: Carmen Vela
Marcos García