Se cumplen dos décadas de la Exposición Universal de Sevilla que se organizó bajo el paraguas de grandes promesas y hoy es fiel reflejo de despilfarro y mala gestión. 360gradospress.com visita uno de los pocos pabellones que aún se mantiene en uso, eso sí, a casi mil kilómetros de la capital andaluza, concretamente, en Gijón.
La Expo’92 es sólo un recuerdo. Han pasado veinte años desde que el rey Juan Carlos I acudió a la Isla de la Cartuja, en Sevilla, para cortar la cinta inaugural de una Exposición Universal que llegaba con el cartel de que iba a modernizar España, el país de moda gracias a las Olimpiadas que también se celebraron en Barcelona ese mismo año.
Inversiones multimillonarias en los años previos sirvieron para llevar el AVE a Sevilla, hoy una de las ciudades de España con la tasa de desempleo más alta, rozando el veinticinco por ciento. En abril de 2012 la provincia de Sevilla registraba 245.456 personas desempleadas, una cifra que dobla los 124.708 que había en 1992, según datos del Instituto Nacional de Estadística.
Para muchos ciudadanos aquel evento que vino acompañado de promesas de desarrollo, riqueza y empleo sólo supuso un enorme despilfarro de dinero público y un inmejorable motor para la especulación inmobiliaria, una especie de economía de casino de la que hoy casi todo el mundo rehúsa hablar o mira hacia otro lado. Prueba de ello es que este 20 aniversario ha quedado relegado a un segundo plano.
Sólo la mitad de los pabellones que se levantaron en la Isla de la Cartuja sigue en pie y sólo cinco están en uso. Para más inri la mascota de aquella Expo de Sevilla era Curro, diseñada por el aleman Heinz Edelmann. Un pájaro con patas de elefante, una gran cresta multicolor y un pico cónico con los mismos colores que hacía referencia a los cinco continentes. Con Curro parecía que iba a llegar el crecimiento económico y la abundancia pero la realidad ha sido otra.
Apenas queda rastro de los 176 días en que la Expo estuvo abierta al público, apenas quedan secuelas de los más de veinte millones de visitas que recibió y, sin embargo, sí quedan restos en forma de créditos impagados de lo que supuso la mayor construcción pública europea de aquella década.
En estos últimos veinte años la ciudad se ha quedado sin algunas de sus industrias históricas, como la loza o la tabacalera, y los astilleros han cerrado definitivamente. Mientras, el Parque Tecnológico de La Cartuja se ha llenado de teleoperadores eventuales y becarios y se ha vaciado de las muestras originales que llevaron todos los países del mundo e incluso las comunidades autónomas. Es el caso de Asturias que en previsión de lo que podía pasar en el futuro -todos los pabellones autonómicos han sido destruidos- se presentó en Sevilla con un pabellón desmontable para hacer un viaje de ida y vuelta.
El edificio del Pabellón de Asturias en la Expo 92 se trasladó apenas dos años después de concluida la cita de Sevilla al Museo del Pueblo de Asturias, en Gijón, frente al campo de fútbol municipal de El Molinón y junto al recinto ferial Luis Adaro. Acondicionado como sede central del museo, alberga su colección permanente, una serie de salas de exposiciones temporales y otros servicios, como el área de recepción, el servicio de atención al público y el guardarropía, es decir, una inversión multimillonaria reconvertida en sala de recepciones de un museo que en invierno recibe cinco visitas al día salvo cuando algún colegio organiza una ruta guiada. Llegó a albergar un negocio de hostelería pero ni eso logró atraer a la gente y sus gestores acabaron por echar la persiana.
Hoy los apenas doce funcionarios que trabajan en estas instalaciones se quejan de que el edificio no guarda las condiciones mínimas para trabajar. Pensado para las temperaturas de agosto en Sevilla, en invierno es un congelador y en verano se activan los innecesarios y costosísimos sistemas de aire acondicionado. A esto se une el mantenimiento del edificio y basta fijarse en la mugre que se acumula en las ventanas para cerciorarse de que los recortes públicos también han llegado al edificio diseñado por los arquitectos catalanes Ramón Muñoz y Antonio Sanmartín que tantos elogios recibió de prestigiosos colegas, como Frank Gehry. ¿Qué opinaría hoy?
Javier Montes