Morir en la libertad de un encierro

Por Carlos Bueno, periodista y escritor

Finalizaron los encierros sanfermineros y empezaron los debates estériles sobre la conveniencia de prohibir práctica tan peligrosa. ¿Peligrosa? Desde luego que lo es, y además de alto voltaje. Pero, ¿acaso es menos arriesgado escalar el Himalaya, volar en parapente, practicar ciclismo, montar en moto o conducir un auto?

Indudablemente cualquier práctica que implique salir del dulce hogar conlleva riesgo de muerte. Es más, incluso permaneciendo atrincherado en el fiable salón de tu casa existe la amenaza de que te sorprenda un terremoto y sesgue de cuajo tu futuro.

El balance del San Fermín recién terminado arroja una copiosa cifra de heridos y ¡un muerto! Un muerto es la mejor excusa para el amarillismo y la polémica absurda. Esperpéntica polémica. Es tan lamentable como cierto que, políticamente hablando, reincidir en materia antitaurina puede granjear más votos que, pongo por caso, ponerse a solucionar el problema de los quitamiedos asesinos de las carreteras. Además vivimos en un mundo fariseo, que hace abstracción del esfuerzo, del sacrificio, del dolor y, por supuesto, de la muerte. La evadimos, la disfrazamos, la obviamos. Pero la muerte camina junto a nosotros oculta de mil maneras.

Ansiamos morir de “muerte natural”, es la máxima que nos inculca la sociedad. ¿Qué es morir de “muerte natural”? ¿Extinguirse sedado a base de morfina entre las paredes de una habitación de hospital? ¿Apagarse al tiempo que se olvida lo vivido tras una cortina de alzheimer? ¿Quedar aprisionado entre los amasijos de dos coches empotrados? En algunos países en guerra lo natural es desparecer destrozado por una bomba o por una mina antipersonas.

En occidente hemos convertido en cotidiano desayunar los lunes con la cifra de fallecidos en la carretera durante el fin de semana, transigimos con las contiendas provocadas por intereses económicos, admitimos la carrera de armas entre países, nos resignamos ante los virus de laboratorio sin vacunas y toleramos que más de cinco millones de niños mueran de hambre en el mundo cada año. Sin embargo nos rasgamos las vestiduras ante un valiente que se juega la vida de forma altruista, simple y paradójicamente por sentirse vivo.

Acabó San Fermín 2009, el que se llevó a Daniel Jimeno Romero, la víctima número dieciséis desde 1910, y, como cada vez que la guadaña aparece en los toros, vuelven voces insubstanciales pidiendo prohibiciones. Cuando alguien con poder no tiene solución para un problema o no sabe defender una situación, echa por la calle de en medio y prohibe, aunque no entienda que es lo que está prohibiendo, pero así demuestra que manda. Quizá nuestros dirigentes mundiales persigan que en un futuro nazcamos sin iniciativas, incluso sin conciencia. ¿Llegará el día en que un Estado globalitario nos dicte qué podemos y qué no podemos hacer?

A los Sanfermines se acude de forma voluntaria. Los corredores van a sentir emoción, riesgo, sensaciones nuevas, aventura… algo tan consustancial al ser humano y a la vez tan difícil de encontrar en nuestra vida cotidiana occidental. Me importan un comino esos tópicos de tradición, historia, fiesta, Hemingway y todo lo demás. Lo que realmente me preocupa es que intenten diezmar nuestras libertades, aunque por otra parte estoy convencido de que nunca podrán prohibirnos las emociones.

Daniel no quería morir, sólo quería vivir con intensidad, su intensidad. Su defunción ha reabierto una controversia tan antigua como yerma. Veda abierta para los depredadores de morbo. Dios nos libre de esos carroñeros inquisidores expertos en todo y sabedores de nada que acechan con desfachatez en todos los medios de comunicación y que ya han afilado sus garras.

Óscar Delgado

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