Por Carlos Bueno, escritor y periodista
Madrid es una caja de sorpresas. Su plaza de toros se ha tornado maleable, y su tradicional dureza es más suave o mordaz según el día. Es un enigma digno de que Grissom abra la investigación más minuciosa.
Así no hay manera. Con un público tan heterogéneo y diferente día tras día, unificar criterios es misión imposible. En la plaza de toros de Las Ventas cada tarde las exigencias son diferentes. Se queja la prensa especializada y los aficionados buenos que soportan un ciclo infinito, caro y esclavo que obliga a abonarse para no perder la localidad. Y lo que es peor, pagan y aguantan la celebración de un mes de festejos sin más aliciente que media docena de combinaciones.
Difícil solución tiene el asunto. Mientras la empresa siga ganando fortunones sin cambiar planteamientos, y mientas sigan cumpliendo religiosamente con el pago del suculento canon a la Comunidad de Madrid, nada les obligará a esforzarse en otras direcciones. Treinta y dos espectáculos, repartidos entre las ferias de La Comunidad, San Isidro y Aniversario, y sin tener en cuenta los de Otoño, tienen que cotizar los abonados que quieran conservar sus pases venteños.
Para soportar tal desembolso económico tienen que coincidir varios factores. Primero que la solvencia económica de uno sea boyante. Segundo que tenga una afición desmedida a prueba de atómicas decepciones. Y tercero que se disponga del tiempo libre que requiere ese maratón de festejos ininterrumpidos. Por no citar un cuarto, que la parienta o pariente, según el caso, dé su consentimiento sin gran oposición.
Claro, salvo un puñado de abonados que aúnan todos estos requerimientos y que acuden inexorablemente a la cita diaria con el enigma que supone una tarde de toros en Las Ventas, el tendido de la Monumental se ve poblado de espectadores que consiguen una entrada por enchufe, por ser clientes de una empresa que dispone de varios abonos para compromisos, porque aprovechan la influencia de ciertas amistades, o simplemente porque adquieren el abono entre varios amigos y luego se reparten las entradas. Eso sí, nadie quiere perderse su cita con el escaparate que supone la plaza más importante del mundo. Ya no se trata simplemente de ir a los toros; la cuestión estriba más en ser visto que en ver. Negocios, glamour, sociedad, relaciones televisiones, radios, revistas no hay que perder ocasión.
Con tal panorama, la tradicional exigencia uniforme, equilibrada y, por qué no, dura de Madrid, ha pasado en este inicio de San Isidro a segundo plano. Sólo los días de clavel en la solapa, cuando al reclamo de los mejores carteles ningún aficionado consienta ceder su entrada, el rigor volverá a ser homogéneo en Las Ventas.
Entretanto, por mucho que la prensa y los aficionados más recalcitrantes se empeñen, la plaza número uno del planeta seguirá sin ofrecer la imagen más idónea. Ni su ejemplo será el adecuado ni el esfuerzo de los actuantes será recompensado en su justa medida, unas veces por exceso y otras por defecto. Soluciones hay, pero jamás serán tan rentables como la fórmula de una serie de ciclos interminable de gran repercusión mediática a bajo coste económico.
Óscar Delgado