Parroquianos generosos

Por Voro Contreras, periodista

Cuando James Stewart con la pata chula miraba por el ventanal de su salón, veía frente a él la parte trasera de un edificio newyorkino, un panal vecinal, que pasado por el tamiz morboso de Hitchcock es, per collons, una de las cosas más entretenidas del mundo. Mi ventanal, en cambio, da a las paredes de un supermercado frente al que pasan cada día casi las mismas señoras cargadas con bolsas de plástico y niños ociosos. Por eso, estas navidades intentaba imaginar que dentro de esas bolsas, en vez de yogures de marca blanca y verduras brillantes e insípidas, las señoras guardaban algún trozo congelado de su marido como un pedazo antipático de merluza, o que los menores iban cogidos de la mano equivocada y que ésta tenía aviesas intenciones para con ellos.

Al tercer día de mi baja laboral, el paso acelerado de los consumidores, la cara aburrida de la chiquillería y mi proverbial falta de imaginación consiguieron que el panorama que se observaba desde mi ventana resultase poco interesante. Opté, pues, por cargar con las muletas, armarme de paciencia y recorrer cojeando los cuatrocientos pasos que separan mi casa del bar, y pasar el tiempo con la pata en alto por prescripción facultativa mientras leía la prensa y me hacía un par de cañas hasta la hora de comer.

Cada uno tiene su bar de toda la vida. Incluso hay algunos –los dioses de una especie de Olimpo dipsómano– que tienen cuatro o cinco bares a pesar de tener una sola vida. También estamos los semidioses (recordemos, por si acaso, que Hércules también era un semidios, y mire usted la que montó) que nos conformamos con tener un par de bares y así vamos pasando el día.

Uno de mis dos bares (a lo mejor tengo tres, pero ahora no se trata de eso) es el Marco, y es al que he acudido estos días de lesión y aburrimiento para dejar pasar las mañanas hasta la hora de comer. Crecí a su lado (está junto a mi casa materna y cuando me levantaba de la cama podía adivinar el menú del día con solo asomar la napia por la ventana y oler el humo que tiraba su chimenea) y recuerdo a cada uno de los camareros y cocineros que han trabajado en él. También recuerdo a mi tío Ricardo, fundador del negocio, sentado junto a la puerta del local y que siempre me decía “Voreeeet” cuando pasaba frente a él. Y ahora mandan su hijo José María y su nieto José Ricardo, mi querido primo.

Ahora el Marco es un restaurante, y antes fue bar y en tiempos del fallecido tío Ricardo se conocía como “café”. No sé cuántos años han pasado desde su fundación, pero el Marco sigue manteniendo características de sus tres denominaciones como negocio. Hay quienes acuden a él a la hora de comer o de cenar y se trapiñan un buen arroz, chuletitas, pescado e incluso una suculenta mariscada. Los hay que prefieren ir a la hora del almuerzo, con café o cortado. Y los hay quienes van antes de comer y/o de cenar, para cumplir con el rito de la caña cervecera o el vasito de vino y poder sentarse contentos después ante la mesa del hogar.

Son la parroquia, los que me han hecho compañía estos días, y como las señoras y niños que acuden al supermercado, también son siempre los mismos, aunque con los parroquianos tengo más simpatía y me aburren menos. Estos entran, saludan, se interesan por lo que puedan contar el resto de parroquianos y beben. Algunos se asoman por la puerta y observan el termómetro electrónico de la farmacia, y comparten su conocimiento climático con el resto de mobiliario humano para tener un nuevo tema de conservación. Son, pues, generosos también, y por ello, además, pagan la siguiente ronda o comparten los titulares que más les han llamado la atención en el periódico, sean trágicos o divertidos. Y vuelven a beber y a conversar y a compartir chistes y conocimientos cotidianos, mientras José María les acompaña, José Ricardo les observa desde el otro lado de la barra y algún miembro de la cuarta generación de propietarios corretea entre sus piernas y se hace a la idea.

Conforme los clientes del restaurante van entrando, los del bar se van despidiendo hasta la tarde o al día siguiente. Puede que algún día el Marco sea sólo un restaurante en el que comer, y que la generosidad parroquiana sólo se haga presente a la hora de pagar el arroz o la mariscada. Vendrán tiempos extraños y echaremos de menos las conversaciones sobre el clima o los comentarios de los titulares de un periódico. Lo malo será cuando echemos de menos la generosidad.

Marga Ferrer

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