Con la llave puesta

360gradospress se acerca a Fuensanta, un pueblecito de Albacete en el que comer, dormir y pasear es un placer

ÓSCAR DELGADO, Albacete. De camino a Fuensanta, en la comarca de La Manchuela. Noche cerrada y litros de agua sobre el parabrisas del coche. Nos dan una opción moderna y rápida para llegar a este pueblo de la provincia de Albacete: “En la A-31 cogéis el desvío de La Roda y luego vais dirección Tarazona”. Pero optamos por la ‘vía rápida’ y tomamos la salida anterior, la de Montalvos. Nada más dejar la autovía que une Madrid con Alicante, el bacheo de la carretera se hace confortable, la lluvia de otoño cierra una cortina de agua frente a los faros de cruce y el arbolado del paisaje mesetario nos abraza con nostalgia literaria, entre el abrigo castellano de la España de siempre, la que se quedó en la carretera comarcal, en el recogimiento del bar del pueblo y el silencio de la progresiva despoblación. Son 12 kilómetros de asfalto mordido y la oscuridad de una noche sin luna y de tormenta. Parece que viajáramos al punto de encuentro del guión de una película de Hicthcock, pero no, llegamos a Fuensanta, el objetivo de nuestras andanzas viajeras de esta semana.

Nos quedaremos a dormir allí, el sitio elegido para olvidar por unas horas el ajetreo del metro, el cláxon y el móvil. Hay cobertura, pero es fácil abandonar en el coche el apéndice del siglo XXI. Nada más llegar al epicentro del pueblo encontramos una casa con nombre de culebrón televisivo: Villa Manolita. Luce una estampa de película, lo que nos impide tachar definitivamente el aire hicthcockniano que habíamos desechado hace un instante. Construida en el siglo XIX y rehabilitada para su uso turístico, parece traída de las viviendas indianas que salpican zonas del paisaje asturiano, propiedades de aquellos que emigraron a las Américas y que regresaron a España con dinero y con el deje arquitectónico de aquellas tierras. Es un albergue rural con un restaurante para deleitar el paladar con viandas locales cocinadas de rudeza rural y una pizca de diseño de autor.

Dong, dong, dong, dong, dong, dong, dong, dong, dong, dong. Las diez de la mañana, a tenor de las campanadas de la iglesia del pueblo que avisa y despierta a los más rezagados. Dentro de una hora comenzará la misa y toca desperezarse. Frente a Villa Manolita, se extiende el bulevar con los tres bares del pueblo y la plaza de la iglesia, que también alberga las escuelas, un museo etnográfico y el claustro de la Virgen de los Remedios, patrona del lugar y de la Roda. Dentro, se esconden la capilla y un manantial donde la historia local ubica la aparición de la virgen a mediados del siglo XX.

A la hora del vermú, después de haber escuchado las preocupaciones lugareñas en el chiringuito del paseo central del bulevar, emprendemos el paseo por las calles de Fuensanta y descubrimos los olores de un domingo de pueblo, como el del hervido cercano; los sonidos, como el ladrido pausado del perro que busca el sol donde apoyar su sueño; las imágenes, como la llave puesta por fuera en la puerta de una casa de las de antes; el tacto, como el de las cadenas semioxidadas de los carros de descanso dominical; el sabor, como el de la tapa de ‘espantaburras’ en el mesón del pueblo; o los mensajes, como los anuncios que cuelgan de uno de los pilares del bar, que rezan “se ensoguean sillas de enea y pita” o “fichas para la báscula municipal a un euro”.

Fuensanta tiene el aspecto rural que gusta encontrar de frente cuando eres hijo de un castellano viejo en la era de la tecnología feroz. ¿Me deja el periódico? “No podemos, señor, el cartero no viene los domingos y es él quien nos lo trae”. Pues eso.

S.C.

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