Ibiza existe en invierno

La pitiusa mayor revive en la estación del frío alejada de la excitación veraniega

Existe el mito de que Ibiza es la isla de la fiesta y del desparrame veraniego y nada más. También se conocen las versiones puristas de los defensores de la historia de la Ibiza del castillo, la habitada por todas las civilizaciones, desde la romana a la árabe, de la fenicia a la púnica, de los cristianos a los hippies. La virtud está en medio y, si bien es cierto que la isla pierde fuelle festero en invierno, también lo es que su vertiente más payesa sale al rescate, sin olvidar, precisamente, la convivencia real que fraguó la imagen de Ibiza como el trozo de la libertad en el mar Mediterráneo, la protagonizada entre los payeses y los hippies.

Un recorrido hibernal por Ibiza ayuda a conocer su lado más salvaje, el olor a sal, el verde de sus pinadas, las tradiciones de los pueblos que la salpican, el ball y el vi pagessos, les orelletes, sus restaurantes con más solera, Pachá en versión free, Dalt Vila sin negocios abiertos, el puerto sin mercadillo, el silencio de las tardes diamantinas y la vida sin tapujos, tal y como es. Sólo hace falta no tener el síndrome de Estocolmo, estar preparado para compartir experiencias ajenas con vocación de diálogo, tener un buen libro debajo del brazo y escoger entre los cientos de rincones paisajísticos evocadores que se pueden encontrar en la estación del silencio, si uno quiere silencio.

Comer una lubina a la sal en Can Alfredo (Vila), beber una cerveza en el Sydney (Marina Botafoch), comer un bocata de jamón, queso y tomate en Can Costa (Santa Gertrudis), pasear por las higueras esqueléticas y curiosear entre sus ‘estalons’ (cuñas de madera clavadas al suelo para que la copa del árbol crezca en horizontal), escapar del mundanal ruido en el mirador de Es Cubells, tomar una merienda en la galería de arte-bar de Buscatell, pasear por el mar de Santa Eulalia, cenar unos montaditos en Ca Na Pepeta (San Carlos), ir a la escollera de Sant Antoni y tomar unas cañas; subir a la iglesia de Sant Miquel y conocer su estanco-bar; visitar el museo etnológico del Puig de Missa (gran mirador que encumbra la vista de Santa Eulalia), deslumbrarse con la luz proyectada por la salinera (Ses Salines), bailar en el Pachá auténtico, el del invierno; copear por los casitas que siempre quedan por descubrir en la isla (para eso sólo basta con ser un poco sociable, después poner un bote y divertirse)… Referencias básicas, pero referencias al fin y al cabo.

No es patrimonio de las discotecas la diversión, tampoco de las productoras que pagan 15.000 euros por sesión a Carl Cox, ni de los tour operadores que convierten el aeropuerto de la pitiusa mayor en uno de los más transitados del verano en Europa, ni de los que abren y cierran el kiosco a la llamada de la masa, ni de los ingleses adolescentes que hacen el amor en pleno paseo marítimo de la bahía de Sant Antoni como si fuera Hollywood, ni de los que lucen palmito en los chiringuitos de Ses Salines, ni de los futbolistas que prefieren ir a esa playa antes que a otra donde no les puedan conocer, ni de los paparazzi que sacan su sustento del año en la isla, ni de los famosos que retratan de forma pactada o robada, ni de los que llegan en barcos transatlánticos para pisar, escupir y marcharse, ni de los bares de ambiente de la calle la Virgen, ni de los que organizan fiestas ilegales en Cala de s’Águila, ni de nadie.

Marga Ferrer

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