Arte sobre zapatillas de puntas

Disciplina, compromiso, esfuerzo y belleza artística son algunos de los términos que mejor definen al ballet, una danza clásica nacida en la Italia del Renacimiento que sigue muy viva todavía en las escuelas y en la ilusión de niñas y niños que sueñan, enfundados en sus maillots, en ser los próximos Tamara Rojo o Ángel Corella.

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Traducir técnica y control del movimiento en belleza rítmica y visual no es tarea fácil, pero es un proceso que el ballet consigue completar con admirable éxito a través de sus composiciones corales y sus bailarines.

 

Una disciplina artística que nació en la Italia del Renacimiento, pero que no se ha quedado empolvada en países como España por el paso de los años y por la llegada de estilos contemporáneos que copan los canales de Youtube y los programas juveniles de la pequeña pantalla. Y ello lo demuestran el interés que los jóvenes (también sus padres y madres) siguen teniendo por la práctica de esta danza desde la infancia y el talento que han demostrado para ello, que ha dado como resultado que surjan y se mantengan en el tiempo en el panorama del baile actual (casi siempre fuera de nuestro país) nombres como los de Tamara Rojo, Lucía Lacarra o Ángel Corella.

 

Figuras que comenzaron su formación a una tierna edad, requisito (casi) imprescindible para alcanzar la profesionalidad completa en la juventud. “De pequeños nuestros cuerpos son más elásticos y es más fácil moldearlos, al igual que pasa mentalmente, ya que los niños son esponjas y aprenden muy rápido; ello adaptado a cada edad, para que comiencen a los tres años aprendiendo a flexionar y a estirar y continúen con un demi plié en primera, segunda y tercera posición hasta el grand plié en quinta posición“, asegura Mar Rodríguez, profesora y directora de la Escuela de Danza Mar en danza, en València.

 

Al igual que sucede con el sentido del ritmo que, con el tiempo, se transforma en un movimiento natural y armonioso, aunque Rodríguez destaca que “de la danza podemos disfrutar todos, puesto que no es un deporte, sino un arte que se puede hacer a cualquier edad“.

 

Un disfrute eminentemente femenino, ya que todavía son más alumnas que comienzan desde los tres años a estudiar en las escuelas de danza que alumnos, debido al (cada vez menos) extendido tabú que poseen los propios padres.

 

Y no reservado a todas las niñas que quieren llegar a ser profesionales, ya que el ballet requiere de unas condiciones físicas y estéticas óptimas muy determinadas como unos buenos en dehor (llevar hacia fuera las extremidades inferiores rotando externamente el fémur), elasticidad y elevación, un cuerpo proporcionado, una línea perfecta, una amplia memoria, disciplina implacable, mucha dedicación y constancia, espíritu de sacrificio y de superación y una gran sensibilidad artística, así como un buen profesional que sepa guiarles en este complicado camino.

 

Si todos los padres fueran conscientes de los beneficios que tiene el ballet para los niños, estarían llenas todas las escuelas: desde la coordinación, la rapidez mental y el ritmo hasta el desarrollo de la personalidad, la confianza, la musicalidad y la sensibilidad“, subraya Mari Cruz Alcalá, directora del Centro de Danza Mari Cruz Alcalá, en València.

 

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Además, se trata de una disciplina artística en la que cada movimiento, una vez aprendido y perfeccionado, sirve de armazón para generar belleza en la actuación. Por ejemplo, el plié es el impulso y la amortiguación para el salto, con el rond hambe se trabaja el en dehors en movimiento y con el grand battement, la potencia y la elevación, entre otros.

 

Una danza clásica que requiere también de unas rutinas de entrenamiento que varían en función del nivel del bailarín: un profesional debe hacerlo durante mínimo ocho horas diarias; uno de nivel medio, aproximadamente una hora y media, tres días a la semana, y uno recién iniciado, dos horas semanales. Con estas clases se trabaja y se perfecciona la técnica y se fortalece la musculatura, sin olvidarnos del calentamiento previo, los estiramientos a mitad del ejercicio y el enfriamiento y la relajación al terminar para evitar, a su vez, lesiones tan comunes como contracturas, desgarros y sobrecargas musculares.

 

Pero ninguna de estas acciones tiene importancia en el ballet sin la capacidad para transmitir emociones en el espectador, que los bailarines van aprendiendo desde pequeños a través de clases de improvisación, donde muestran sus sentimientos junto a sus aptitudes, utilizando movimientos fluidos. “No sirve de nada que un bailarín realice un perfecto ‘plié’ o un sublime ‘grand jeté’ en un salto, si no es capaz de emocionar al público“, indica la directora de Mar en danza.

 

Recuerdos de sacrificio y superación

Mar Rodríguez recuerda que desde pequeña era muy inquieta y pasaba horas bailando en casa, lo que llevó a su madre a introducirle en una clase de ballet de la escuela de Mari Cruz Alcalá, donde se enamoró del mundo de la danza, de los maillots, de las zapatillas de puntas, de los moños, de los ensayos y de la disciplina.

 

Gracias a las clases con grandes bailarines como Vicente Gregori, Gerard Collins, Margot Fane o Moraj Philip, aprendí a sacrificar tardes de ocio por las de ensayos, a convivir con pequeñas lesiones, a superarme y a dejarme aconsejar por mis profesores y, en definitiva, a crecer con una responsabilidad que me encantaba y al mismo tiempo no me costaba realizar“, valora la profesora.

 

Rodríguez guarda también en su memoria los exámenes de la Royal Academy of Dance, que le ayudaron a superar miedos, así como los años en los que bailó en el Ballet Clásico de València. Experiencias que ha sabido inculcar a sus alumnos con el fin de que sean capaces de transmitir su técnica y su arte de la mejor manera en el teatro, y no solo en clase, a través de concursos y galas benéficas, para que tengan vivencias profesionales desde muy pequeños.


@casas_castro

David Casas

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